artículos
Transformaciones y dilemas
del enfoque de los derechos
humanos en el contexto de
cambios políticos y sociales
de América Latina Ludwig Guendel*
REFLEXIONA ACERCA DEL ENFOQUE DE LOS DERECHOS HUMANOS EN UN CONTEXTO DE CAMBIO POLÍTICO Y SOCIAL, SUGIRIENDO LA VINCULACIÓN DE TEMAS ESPECÍFICOS CON LOS GRANDES PROBLEMAS DE LA DEMOCRACIA Y EL DESARROLLO, EN EL QUE EL ASUNTO DE LA LIBERTAD SEA ENTENDIDA COMO AQUELLA VIRTUD CIUDADANA, EN LA QUE TODOS TIENEN ACCESO A LAS CAPACIDADES NECESARIAS PARA SU EJERCICIO.
PALABRAS CLAVES: POLÍTICAS SOBRE DERECHOS HUMANOS; POLÍTICA GUBERNAMENTAL; POLÍTICA SOCIAL; AMÉRICA LATINA
KEY WORDS: HUMAN RIGHTS POLICY; HUMAN RIGHTS INSTITUTIONS; SOCIAL POLICY; LATIN AMERICA
Introducción
* Doctor en Sociología, Universidad de Berlín, Alemania. Coordinador del Área de Gerencia Social del Instituto Centroamericano de Administración Pública, ICAP, y Docente de la Universidad de Costa Rica.
Correo electrónico:
Recibido: 27 de marzo del 2014.
Aceptado: 10 de noviembre del 2014.
El propósito del presente do-cumento es reflexionar acerca del
enfoque de los derechos humanos en un contexto de cambio político y social, el que adquirió notoriedad en los últimos quince años en las políti-cas públicas de América Latina, gra-cias a las demandas y la exigibilidad de los nuevos movimientos sociales de carácter identitario y a la promo-ción obtenida por las Agencias del Sistema de Naciones Unidas.
Después de un período inicial en el que predominó la perspectiva
jurídica, el enfoque de los derechos humanos puso énfasis en los aspec-tos programáticos y de movilización social en torno a la generación de las políticas públicas. Su adopción contribuyó a la aprobación o modifi-cación de leyes y regulaciones, mu-chas de las cuales adoptaron están-dares internacionales establecidos por la Asamblea General de Nacio-nes Unidas y otros mecanismos regionales como el Pacto de San José, en el caso del continente ame-ricano.1 Se propició la judicialización de la política pública, el diseño de instrumentos de planificación, pro-
gramación y presupuestación. Asi-mismo se ha fomentado un debate conceptual y público en torno a los enfoques, objetivos y estrategias de estas políticas y el empoderamiento de los sujetos que luchan por su reconocimiento como sujetos de derechos.2 En consecuencia, se han sometido al escrutinio arraigados valores y visiones morales que pro-mueven la discriminación por razo-nes culturales y étnicas.
Estas confrontaciones morales han hecho del enfoque de los dere-chos humanos un tema complejo, pero al mismo tiempo un elemento de vital importancia para los gobier-nos. Este enfoque se encuentra ín-timamente asociado al concepto de la democracia, ya que se trata de deliberar sobre la libertad como au-tonomía y como acceso a oportuni-dades, la igualdad y la participación social de la colectividad y de los individuos con el propósito de racio-nalizar el poder de grupos sociales e individuos con identidades específi-cas. Este debate forma parte de la teoría de la democracia, la que hasta muy recientemente visualizó este régimen de gobierno como un me-canismo de participación y de repre-sentatividad social igualitaria entre mujeres y hombres, niñez y grupos étnicos y no solamente como expre-sión de los grandes conglomerados sociales.
Hoy este enfoque permite vi-sibilizar problemáticas políticas e identidades específicas antes dilui-das en las concepciones clasistas o sociológicas de la estratificación
social predominantes hasta ahora y se discuten estrategias para garanti-zar la participación de estos grupos sociales en aquellos temas que ata-ñen a identidades, espacios sociales y territorios que determinan su confi-guración como sujetos. También se analiza cómo y cuánto estos temas concitan la atención pública y el pe-so que tienen en la agenda pública y en los tradicionales debates socio-económicos y políticos vinculados con las decisiones en torno a cómo se asignan los recursos escasos y se abordan temas de creciente im-portancia como la política ambiental y la adaptación al cambio climático. Ello ha generado una nueva pers-pectiva del poder y de la política, capaz de reconocer abiertamente que la regulación social trasciende ámbitos tradicionales y abarca otras esferas de las relaciones sociales vinculadas con la intimidad de las personas, la familia y el rechazo a la discriminación.
Se propone modificar los tér-minos de esas relaciones sociales para plantear un nuevo tipo de con-vivencia cotidiana en el mundo del trabajo, la familia, la comunidad y en los espacios públicos institucionali-zados (la escuela, la clínica, la orga-nización deportiva y la empresa) capaz de garantizar el reconocimien-to recíproco. Tematizar el poder desde esta perspectiva significa revisar no solamente la estructura-ción de la sociedad en su conjunto para modificar la distribución de los recursos y del poder, sino, lo que es más complejo: refundar las institu-ciones que rigen la sociedad.
A partir de la adopción de es-tos temas en la agenda pública y de estas políticas surge, en consecuen-cia, la propuesta de una nueva ges-tión social que mantiene la confron-tación permanente con los antiguos conceptos inspirados en concepcio-nes retrógradas, asistenciales y bu-rocráticas aún muy arraigadas en el Estado y en la sociedad, incluyendo las visiones curativas y victimológi-cas que continúan desarrollando formas neoasistencialistas y autorita-rias que fomentan una cultura del desconocimiento social y, última-mente, tratan de pervivir revestidas de un discurso de derechos huma-nos. Dicha propuesta enfrenta aún serias limitaciones, entre ellas la traducción de un marco conceptual en un conjunto de instrumentos de planificación y programación social. El desafío consiste en cómo estos instrumentos logran expresar esa meta tan difícil de alcanzar por las complejidades y resistencias cultura-les que encierra.
A pesar de todos estos es-fuerzos en el plano jurídico, concep-tual e instrumental, ello aún no se expresa en una voluntad política contundente entre las élites para apoyar una reestructuración de las instituciones de bienestar y asisten-cia social y dotarlas de suficientes recursos para emprender la aplica-ción de tan desafiantes normativas y concepciones morales sobre lo so-cial. De hecho, una de las caracterís-ticas del nuevo Estado Social es la tendencia a procesar todas estas demandas de derechos a través de la aprobación de leyes, sin que ello
materialice en mecanismos y pro-gramas sociales fuertes, adecuada-mente financiados y con proyección universal. Esto plantea un dilema que tiene efectos en la representa-ción política y en la legitimidad del poder gubernamental: por un lado la canalización de este poder social se torna hoy en un elemento muy im-portante para satisfacer las deman-das de múltiples grupos sociales y lograr su apoyo político, pero al mismo tiempo existen serías limita-ciones en la gestión de estos dere-chos como la distancia entre el dis-curso estatal y la voluntad para ejercer una regulación eficaz que llevan a que los derechos se man-tengan en una retórica, provocando la insatisfacción de la ciudadanía.
Las transformaciones que vive actualmente la región, particularmen-te Sudamérica, está propiciando un proceso que podría contribuir a que este tipo de derechos humanos al-cance ese nivel de significación para construir un nuevo orden social, dado que hay un énfasis marcado en la intervención del Estado como medio para atender el bienestar. Sin embargo, no siempre el nuevo
liderazgo político visualiza estos temas con la misma jerarquía con la que continúan valorando los pro-cesos de modernización económica y social encaminados a atender las tradicionales desigualdades estructu-rales y el intercambio desigual con los países ricos. Esta distancia explica muchos de los agitados de-bates y movilizaciones sociales que se encuentran asociados a deman-das identitarias insatisfechas o aten-didas parcialmente a causa del privi-legio de prioridades de carácter productivo.3
Es necesario situar estos te-mas dentro de estas energías que procuran el cambio y valorarlas co-mo parte de los mismos esfuerzos por realizar dichas trasformaciones estructurales, de tal manera que permitan no solo un acceso más democrático a la riqueza y al poder, sino una aspiración a la igualdad y a la equidad planteada por los nuevos aportes de la teoría de los derechos humanos. El ensayo interroga al enfoque acerca de las tensiones, desafíos y dilemas que enfrenta en su implementación, principalmente tomando en cuenta los cambios políticos y sociales que está experimentando América Latina. Se pregunta cómo se incorpora de manera viable y legítima el concepto de justicia fortaleciendo un proceso de institucionalización más incluyente y democrática capaz de satisfacer el cumplimiento de estos derechos específicos sin renunciar a la noción de universalidad que postula el Estado Social.
La especificación de los
derechos humanos en
América Latina: ¿una nueva
revolución liberal?
A partir de los años cincuenta el reconocimiento de los derechos políticos y sociales adquirió fuerza institucional. En Europa nacieron, tanto el Estado del Bienestar como los Estados Socialistas, los que con-tribuyeron a configurar conceptos distintos de democracia social y polí-tica, mientras que en Estados Uni-dos el New Deal abrió paso al forta-lecimiento de la lucha por la expansión de los derechos civiles y conllevó a que corrientes igualitarias replantearan el individualismo clási-co que han caracterizado a las co-rrientes liberales de esta poderosa nación. Se conjugaron en estas ex-periencias concepciones particulares de los derechos políticos y sociales, en el primer caso articulando pro-puestas liberales de corte kantiano y keynesiano, en el segundo socialis-tas de origen marxista y en el tercer caso conceptos radicales que vincu-laron la libertad con la igualdad social.
Ello posibilitó a las clases asa-lariadas un mayor bienestar gracias al acceso universal a la educación,
atención de la salud y a la protección social y generó un profundo debate entre los modelos socialistas y key-nesianos. El tema de los derechos específicos planteados con fuerza, principalmente a partir de los años setenta, no solo profundizó la demo-cratización a este acceso a las políti-cas sociales, sino que demandó el reconocimiento político y cultural de grupos sociales considerados ex-cluidos, propiciando ciudadanías específicas capaces de procesar la diversidad y de fortalecer la univer-salidad propugnada por el Estado Social.4
En Estados Unidos el enfoque de la justicia como equidad de Rawls (Rawls, 1999), fue un ingrediente fundamental para justificar concep-tualmente la especificación de los derechos en un contexto capitalista moderno. Él propuso un argumento bastante poderoso: en condiciones de una sociedad capitalista moderna todas las personas deben ejercer la igualdad de oportunidades, para lo cual se requieren ciertas condiciones mínimas necesarias para que los pobres y los grupos excluidos, ga-ranticen el acceso a un conjunto de bienes primarios o básicos a través de una política social activa, selecti-va y diferenciada, complementaria a la lógica de las oportunidades pro-movida desde el mercado. Para este autor, la igualdad debe ser entendida como igualdad de derechos y la jus-ticia como aquella capacidad institu-cional para incidir equitativamente en las circunstancias (libertad natural) que contribuyen a forjar los talentos y capacidades de las personas (prin-
cipio de la diferencia).5 Este enfo-que se filtró fuertemente en el con-cepto contemporáneo de los dere-chos humanos, al punto que es uno de los referentes centrales de toda la arquitectura de la especificación de los derechos humanos impulsada por Naciones Unidas.
En América Latina, a diferen-cia de Europa y de los Estados Uni-dos, el debate y la situación de los derechos humanos no solo ha sido distinta, sino compleja y hasta dra-mática. La construcción de la demo-cracia social y política enfrentó la más absoluta resistencia de parte de las oligarquías y de las burgue-sías asociadas al capital transnacio-nal, paradójicamente de origen eu-ropeo o estadounidense, y, en consecuencia, las políticas públicas dirigidas a reconocer la ciudadanía social siempre han sido esquivas y en muchos casos debieron enfrentar los embates de dictaduras y regíme-nes militares que no solo restringie-ron las libertades políticas sino que limitaron aún más el acceso a los servicios de atención social o no le pusieron el empeño necesario. Sin embargo, en los años cincuenta y sesenta se abrieron resquicios y se implantaron las políticas llamadas desarrollistas, inspiradas en las tesis keynesianas, que promovieron un proceso de industrialización y des-plegaron una red de servicios socia-les de atención, la que a diferencia de Europa careció de una visión
universal. Se excluyeron a los po-bres del campo y de la ciudad y los indígenas y afro-descendientes, solo fueron reconocidos como campesi-nos u obreros, ya que la sensibilidad étnico-cultural no fue un tema para el Estado ni para los movimientos sociales. En los países donde la población indígena es mayoritaria o representa un componente im-portante de la población ello se mez-cló con posiciones a todas luces discriminatorias.
Las demandas por el recono-cimiento político y cultural de los grupos sociales específicos, también surgidas en la región en los años ochenta, se llevaron a cabo durante dos procesos en cierta medida con-tradictorios. Por un lado, la democra-tización y reinstitucionalización de muchas naciones que estaban en manos de regímenes militares y, por otro lado, las políticas de ajuste ma-croeconómico de corte neoliberal implementadas para atender la crisis de la deuda y recuperar el crecimien-to económico, las que privilegiaron políticas selectivas hacia los grupos más pobres, al mismo tiempo que se fortaleció la política de estímulo al sector privado y la liberalización de la economía (Guendel, 2007).
En tal sentido, más que una profundización de la democracia como ocurrió en Europa y Estados Unidos, se sumaron a las luchas históricas de las clases oprimidas por alcanzar la igualdad e implicó, en este contexto, la retematización de la democracia política y social. La de-manda por el reconocimiento de los derechos específicos constituyó, en
consecuencia, una nueva oportuni-dad para diversificar y reconstituir los movimientos sociales, así como re-forzar los viejos reclamos por una mayor y mejor distribución de la ri-queza y de la propiedad y la amplia-ción de la democracia y de la institu-cionalidad social. Pobreza y desconocimiento de los derechos específicos representaron dos caras de una misma moneda, ya que la desigualdad siempre tuvo un rostro de niñez y mujer, sobre todo de ori-gen indígena y afro-descendiente.
Si bien la lucha por estos de-rechos no se limitó a demandar ex-clusivamente la superación de la pobreza, ya que como se mencionó anteriormente son temas que atra-viesan la estructura social, si contri-buyó a reforzar las viejas demandas sociales por alcanzar una sociedad más justa reformulando algunos de los contenidos políticos que los habían organizado. Este es el caso
de los campesinos y obreros de ori-gen indígena, particularmente en las naciones andinas, cuyos referentes culturales se habían disuelto en torno a los movimientos sociales clasistas y que con el surgimiento de los nuevos derechos se plantearon como luchas que reclamaron dere-chos ancestrales a la cultura y al poder político.6 De modo que en estas naciones la desigualdad es histórica y estructural y no han sido suficientes las políticas basadas en el principio de la diferencia y dirigi-das a atender inequidades, si al mismo tiempo no se modifican esas variables estructurales basadas en el acceso y el ejercicio democrático y participativo del poder económico y político que generan la desigualdad. Esto explica, en buena parte, el sur-gimiento de los nuevos regímenes políticos en Sudamérica, que han sido denominados populistas por parte de políticos y científicos socia-les conservadores.
El enfoque de los derechos
humanos en las políticas
públicas
El enfoque de los derechos humanos surgió, en este marco, como un esfuerzo político y jurídico, que posteriormente fue ampliándose a una visión programática7 dirigida a incorporar los derechos humanos en las políticas y programas públicos dirigidos a grupos sociales (mujeres, minorías y mayorías étnicas, grupos que han optado sexualmente por orientaciones diferentes a las hete-rosexuales y la niñez y adolescencia,
entre otros) que no eran considera-dos explícitamente como sujetos de derechos, aunque muchos de ellos constituían ya beneficiarios de pro-gramas y servicios de atención so-cial. Este proceso se inició con la aprobación en el seno de la Asam-blea General de las Naciones Unidas de una serie de normas internacio-nales que especificaron los derechos humanos y que han sido adoptadas gradualmente por los países miem-bros. Muchas de estas normas obe-decieron a reclamos de reconoci-miento de derechos específicos por algunos de estos grupos sociales o sus representantes, como ha sido el caso de las organizaciones proniñez.
El nombre de enfoque de de-rechos fue adoptado por las Agen-cias del Sistema de Naciones Uni-das, organismos que tienen como mandato propiciar, sobre todo en los países considerados pobres, la
adopción de tales normas interna-cionales en los marcos jurídicos nacionales, cooperar en su segui-miento y en forjar una capacidad técnica y política para alcanzar un cambio cultural en el Estado y la sociedad basado en los derechos humanos. Las instituciones financie-ras internacionales como el Banco Mundial, BM, el Banco Interameri-cano de Desarrollo, BID, tal y como apunta Abramovich, si bien no adop-taron este enfoque explícitamente, por considerar que tiene un lenguaje excesivamente político y poco neu-tral, tampoco ha impedido que su agenda aborde problemas de pobre-za o de calidad institucional directa-mente vinculados con aquellos dere-chos (Abramovich, 2006: 38). Los países llamados donantes también contribuyeron a este proceso fortale-ciendo el enfoque en el Sistema de Naciones Unidas y en las Organiza-ciones No Gubernamentales, ONG, nacionales e internacionales. Todo ello trajo consigo la globalización y estandarización de los conceptos y herramientas de gestión social y un enfoque particular de la cooperación internacional en el ámbito social.
Se identifican en el enfoque de los derechos dos tipos de mira-das, una con un énfasis en la forma-lidad de las leyes, la que concibe a los derechos principalmente como referentes para que los Estados diseñen sus marcos jurídicos y sus políticas públicas dirigidas al desa-rrollo humano, poniendo el peso en la dimensión legal del enfoque de derechos en la que los jueces juegan un papel central.8 Para esta pers-
pectiva los derechos son tan solo una oportunidad para avanzar en una concepción inclusiva del desa-rrollo humano, pero no plantea una obligatoriedad dado que este tipo de derechos son considerados como derechos programáticos que depen-den de la existencia de recursos y del consenso en una sociedad, a diferencia de los derechos civiles y políticos que se definen como fun-damentales (Abramovich, 2006). La otra sostiene que tales derechos representan no solo marcos jurídicos necesarios, sino, también, horizontes morales que la sociedad debe acatar en su avance hacia una cultura del reconocimiento recíproco y de convi-vencia social que transforme sus instituciones sociales. Encierra esta mirada, una concepción sociológica que pone el acento en la dimensión sociocultural: debatir y canalizar las relaciones de poder social para lo-grar la igualdad y la libertad de todos los sujetos, sin excepción, lo que propone un concepto ampliado de democracia que busca la regulación no solamente de los ámbitos públi-cos.9 El presente artículo adhiere a esta mirada, sin desmerecer los aportes de concepción legal de los derechos, imprescindible para avanzar en un marco que sea una garantía para los derechos.
El concepto de ciudadanía cultural. La especificación de dere-chos se basó en criterios de justicia
con equidad, entendiendo la justicia como el acceso a los derechos, oportunidades y libertades univer-salmente aceptadas y reconocidas para todos y la equidad como la afirmación activa de los grupos que por distintas razones no han podido disfrutarlas y ejercerlas y requieren de políticas y derechos específicos para que lo logren. Si bien esos gru-pos sociales excluidos pueden ser de naturaleza muy diferente, tienen en común que no han sido reconoci-dos como sujetos. Plantea una dia-léctica entre igualdad, libertad y au-tonomía que el pensamiento liberal no advierte a raíz de su visión cen-trada en un individuo abstracto en-tendido como un agente económico pero que tampoco lo visualiza el pensamiento socialista cuyo énfasis desmedido en el sujeto colectivo también oscurece las diferencias y conduce a que no se conciban los reclamos por la igualdad como algo que transciende las relaciones socia-les de producción, ni la libertad en-tendida como la autonomía necesa-ria para reafirmarse como sujetos, tanto en el ámbito público como pri-vado. Este reclamo y la extensión de los derechos configuraron nuevos sujetos y abrió nuevos espacios institucionales y políticos a actores sociales no tradicionales y novedo-sas formas de lucha social. Ello posibilitó que aquella ciudadanía abstracta caracterizada por este-reotipos dominantes (occidental, masculino, adulto y heterosexual), derivara en ciudadanías concretas y específicas capaces de recoger las particularidades de lo social y com-pletar y enriquecer la idea de una
ciudadanía real y activa en todos los espacios de la vida social (públicos y privados).
Como analizó Chantal Mouffe (Mouffe, 1999) en un libro pionero, esta demanda por la especificación de los derechos replanteó y amplió el concepto de lo político y puso en la agenda académica y política un debate sobre el concepto de la de-mocracia y las concepciones acerca de la igualdad y la libertad como derechos humanos, que han obliga-do a revisitar los argumentos que propugnan el liberalismo político y económico y el bienestar sino, tam-bién, la discusión marxista sobre el poder y el sujeto colectivo.
La característica principal de las demandas identitarias de estos grupos sociales es que no han esta-do basados en la pertenencia de clase. Ello activó un tipo de deman-da social que atraviesa la estructura social y genera un conflicto social y procesamiento político fundado en la lógica de las diferencias y no de
los antagonismos sociales. Emilio García,10 uno de los más destacados intelectuales en los temas de niñez de la región latinoamericana, carac-terizó las luchas por el reconocimien-to de los derechos de la niñez como un proceso de consolidación del proyecto de la modernidad en la región, dado que forma parte de los reclamos históricos por mayor igual-dad y libertad. Argumento que puede extenderse al resto de demandas de reconocimiento de especificación de derechos de los otros grupos sociales.
Entiendo que cuando se habla del proyecto de modernidad se hace referencia a un proceso de construc-ción de un universalismo inclusivo. Como lo han planteado muchos au-tores (Lechner, Olivé), las luchas por la democracia y, agregaría, los dere-chos humanos en la región, han estado asociadas a esa búsqueda de modernidad. En este caso de la especificación de derechos, el desafío consiste en cómo arribar a equilibrios políticos y culturales que garanticen inclusión con estabilidad. Un equilibrio que ha sido difícil de construir en América Latina y explica la razón por la que dichos afanes terminan siendo proyectos limitados o poco sostenibles institucionalmen-te. En aquellos proyectos en los que el individuo se ensalza, como ocurrió durante las políticas neoliberales, ha quedado al descubierto que la liber-tad es vista únicamente como liber-tad económica (predominio del mer-cado y de la iniciativa privada), ya que las libertades políticas han sido utilizadas para justificar el poder
irrestricto de élites que solo piensan en ampliar sus influencias y recur-sos, aun restringiendo las libertades de los que menos tienen, para in-crementar su riqueza e influencia en la sociedad y negar las oportunida-des a los pobres para acceder al ejercicio igualitario de los derechos. La modernidad en este caso se en-tiende como modernización econó-mica. Pero en los contextos donde ocurre lo contrario: el Estado adquie-re tal preeminencia para lograr el acceso a esas oportunidades que en la búsqueda por una mayor igualdad, paradójicamente, tiende a minimizar las demandas específicas de sujetos específicos que luchan por el reconocimiento de su libertad singu-lar para reafirmar su identidad e inclusión.
Este es el gran dilema de los proyectos de construcción del Esta-do Social que en la actualidad se están implementando en la región sudamericana y que se debaten entre atender la lógica de las dife-rencias y la igualdad. La solución de este dilema, pareciera resolverse a través de la inclusión; sin embargo, ello es un proceso difícil, tanto desde el Estado como desde la sociedad, ya que como señala García Linera (2012), compatibilizar el interés ge-neral y el específico conduce a ten-siones y complejidades que hoy,
como se analiza en el último aparta-do, parecieran vivir tales Estados Sociales que están resurgiendo en Sudamérica.
Un nuevo concepto
de gestión social
El Enfoque de Derechos ad-quirió cuerpo en un conjunto teórico de alcance medio que se nutre de distintos marcos conceptuales y que operativamente contribuye a crear una perspectiva que vincula gestión social, justicia y cultura para el reco-nocimiento de las personas y colec-tividades como sujetos de dere-chos11 en el que el empoderamiento y la participación de estos sujetos devienen en uno de sus principios fundamentales.
Incorporar la justicia es un elemento que recrea la gestión so-cial, ya que obliga a mirar lo social no solo desde la perspectiva de lo universal sino también de lo particu-lar, generando enormes desafíos operativos, los que apenas se están dilucidando. Este concepto de ges-tión social está dirigido a la creación y manejo de mecanismos institucio-nales y sociales que garanticen la igualdad y la libertad de todos para lograr un nivel de bienestar digno, mediante el acceso a servicios de atención social que tomen en cuenta de manera explícita las diferencias de los sujetos, la regulación del po-der social entre los portadores de los derechos y el fortalecimiento de las
capacidades de esos sujetos para poder ejercer su libertad y responsa-bilidad. El concepto de libertad como autonomía no se interpreta aquí como un individualismo ético sino como la capacidad de mujeres, niños y niñas, adultos/as mayores y otros grupos sociales para hacer valer sus particularidades que obligan a una atención y un reconocimiento social específico.
Ese reconocimiento de los su-jetos no constituye solamente una práctica estatal, sino, sobre todo, la generación de nuevas prácticas so-ciales. Aceptar que el reconocimien-to de derechos no es solamente un asunto público sino también privado es uno de los importantes aportes del enfoque de derechos que moti-van la visualización de las políticas públicas entendidas como políticas de atención a la vida, ya que están dirigidas a modificar las relaciones sociales. Ello a través de la aproba-ción de leyes y iniciativas públicas capaces de establecer regulaciones, promover espacios públicos de deli-beración y control social y generar mecanismos de exigibilidad y de-manda ciudadana. Un nuevo con-cepto de democracia y de relación entre Estado-Sociedad e individuo está presente en todos estos esfuer-zos y una teoría del cambio fundada en el impulso de una distribución del poder social basada en un sistema de garantías y protección de dere-chos universales establece mínimos de bienestar social (regulaciones sociales, estándares de vida) y me-canismos de participación y exigibili-dad ciudadana. Por tal razón, es una gestión social de la política y de lo político con miras a alcanzar ese horizonte y no solamente una ges-tión de servicios y subsidios.
Presuponiendo este marco moral y normativo, la gestión social deviene en una herramienta encar-gada de incorporar y articular de-mandas y conceptos de reconoci-miento de derechos en las micro y meso políticas mediante estrategias de financiamiento, atención y pro-moción social, mecanismos de se-guimiento, evaluación, presupuesta-ción, comunicación y movilización social y en sistemas de identificación de riesgos, orientados a transformar las unidades de gestión del Estado en aparatos sensibles e inteligentes hacia el cumplimiento (violaciones) de los derechos. La comunicación y movilización social adquiere un lugar estructural en este proceso de ges-tión social, procurando construir elementos comunes de nuevo tipo capaces de alcanzar un entendi-miento a través del habla que coad-yuve a reforzar el emergente tejido de instituciones sociales (normas y valores cristalizados), pues se trata de forjar una nueva cultura social y política. El conocimiento constituye un apoyo fundamental en este pro-ceso comunicativo, al develar la realidad social, mostrando no solo su opacidad sino cómo las instituciones sociales vigentes se fundan en una relación de dominación, y abriendo un espacio deliberativo e incidiendo políticamente para que la presión social pueda incorporar los temas de derechos en la agenda y la política pública.
La gestión social se transfor-ma, bajo esta perspectiva, en una gestión política de los derechos en lugar de una simple gestión de los servicios. Con ello, se enriquece la visión tradicional de la atención de lo social, incorporando explícitamente las relaciones sociales como una de las principales causas de los pro-blemas sociales y visualizándola no solamente como una dimensión atencional, sino como un medio para sembrar y transmitir valores dirigidos a propiciar una transformación cultu-ral en la relación entre las personas. También se plantea, en tal sentido, una manera diferente de concebir la gestión de estos servicios reforzando su carácter integrado y anticipativo dado que no se trata de atender a “beneficiarios” sino a sujetos integra-les. Para ello es necesario reconocer que la atención de derechos debe funcionar en red y que es necesario desarrollar mecanismos de referen-cia y contra-referencia capaces de vincular el servicio con los mecanis-mos institucionales encargados de racionalización del poder social, tanto a través de sus manifestacio-nes sociales como biológicas y men-tales. El enfoque de derechos reco-noce que cuerpo, mente y sociedad son tres dimensiones que necesa-riamente deben tenerse en cuenta para identificar las rutas que llevan a la atención integral del sujeto y a la búsqueda de soluciones integradas a las problemáticas que la generan.
Dos perspectivas un enfoque
En este afán por configurar una gestión social alineada al enfo-que de los derechos humanos sur-gen dos aproximaciones comple-mentarias: garantizar el acceso y disfrute de los derechos económicos y sociales (DESC) y la protección de los derechos individuales y colecti-vos. La primera promueve la equidad en el acceso a la atención a los ser-vicios y a las oportunidades para garantizar condiciones mínimas de desarrollo humano. Ello implica la eliminación de todas aquellas barreras culturales, jurídicas, admi-nistrativas, económicas y territoriales (inadecuada e desigualitaria distribu-ción de recursos y capacidades) que impiden el acceso universal a esos estándares mínimos (equidad verti-cal y horizontal). Se pone el énfasis en la dimensión técnico-institucional orientada al perfeccionamiento y rediseño de los instrumentos de gestión social (priorización, asigna-ción de recursos y programación) para lograr la equidad, procurando la construcción de “instrumentos inteli-gentes” capaces de orientar y eva-luar los recursos, las capacidades sociales e institucionales hacia los lugares donde se puede conseguir una atención especificada hacia estos grupos que fortalezcan el principio de universalidad. Hay en esta perspectiva una concepción de justicia.
La segunda se centra en la defensa y promoción de los dere-chos individuales y colectivos a to-das las personas y comunidades frente a los riesgos que implica las relaciones de poder, particularmente aquellos sectores sociales que tie-nen mayor vulnerabilidad como la
niñez, las personas adultas mayores, las personas con capacidades dife-rentes y los pueblos originarios. Este propósito se alcanza promoviendo una cultura de reconocimiento recí-proco que ampare y garantice el resguardo de los seres humanos como portadores de derechos. Se reconoce que el acceso a la ciuda-danía social no es el único factor que puede asegurar el cumplimiento de los derechos humanos, si no hay una vulnerabilidad provocada por la condición social, historia y cultura (relaciones patriarcales o étnicas), que expone a muchos grupos socia-les a un ejercicio negativo del poder social. Hay en esta perspectiva una clara concepción cultural basada en el acceso a la libertad como autonomía.
Mientras la primera perspecti-va pone énfasis en políticas sociales universales y selectivas (subsidios, focalización y especificación de los servicios de atención social), para atender las desigualdades y dispari-dades, la segunda concibe la protec-ción como una acción política, que incluye pero no se limita a la política social, dado que abarca también la administración de la justicia en todos los ámbitos, no solamente en las cortes judiciales, la protección legal y otras áreas en la que es necesario explicitar tales vulnerabilidades para proteger los derechos. La acción cultural consiste básicamente en modificar relaciones de poder, lo que
implica incorporar en el derecho los derechos humanos e internalizar el derecho en la conciencia de la gen-te, para naturalizarlo en las relacio-nes sociales. Pero sobre todo plan-tea la configuración de un tejido (sistema de protección de derechos) institucional y social diseñado para prevenir, atender, encauzar y restau-rar o restituir derechos. La protec-ción de derechos es tanto preventiva como terapéutica y, en consecuen-cia, debe involucrar estratégicamen-te a los servicios de atención social, así como prestar servicios diferen-ciados y adecuadamente enfocados.
La identificación, prevención y atención de “los factores de riesgo” que conducen al desconocimiento social y, por lo tanto, a las violacio-nes a los derechos deviene en una premisa que debe ser tomada en cuenta para orientar los servicios de atención social selectivamente hacia la atención de dichos factores y para consolidar la universalidad de la atención social, la que se visualiza como un instrumento anticipativo vital complementario a otros como el sistema de administración de la jus-ticia y el sistema de vigilancia y de restitución de derechos (defenso-rías). En tal sentido, la protección de derechos es más abarcadora que la simple atención social. También, la protección de derechos advierte la dimensión de las libertades indivi-duales o negativas (no dominación) como un elemento importante de las libertades colectivas o positivas, ya que el ejercicio de la libertad es algo integral y difícilmente pueden separarse.12
Vistas unilateralmente, una y otra tienen sus limitaciones: la prime-ra es excesivamente institucional y se limita al quehacer de las institu-ciones del Estado y, principalmente, de los servicios de atención o los subsidios, si no hay un esfuerzo por explicitar vulnerabilidades culturales y valores encierra una tendencia al reduccionismo tecnocrático y eco-nomicista. La segunda tiende a sobredimensionar la cultura de la violación del derecho, al asumir co-rrectamente que hay un grupo de personas o grupos sociales con ma-yor exposición a vivir las consecuen-cias negativas de la dominación social, lo que conduce a una especie de neo-asistencialismo centrado, tanto en la atención en la vulne-rabilidad en cuanto factor intrínseco del sujeto. Ello pierde de vista la idea de que es un factor de riesgo provo-cado por una cultura basada en con-ceptos negativos y unilaterales de las relaciones de poder. En muchos casos, esta mirada lleva a que inclu-sive se restrinja su accionar en el apoyo terapéutico enfocado en la vulnerabilidad.
El enfoque de derechos está contribuyendo a establecer puntos de inflexión entre una y otra a través de la noción de protección integral, articulando las dos institucionalida-des: el sistema de política social y el de protección de derechos. La políti-ca social, desde esta perspectiva, es más que un conjunto de sectores con mandatos singulares y constitu-ye una totalidad, que dicho de mane-ra catacrética, se configura en una especie de espejo cóncavo, en la que cada sector se mira formando parte de una realidad más grande y compleja. La política social juega, en consecuencia, un papel en la protec-ción de derechos, no solo garanti-zando un acceso sino paliando o evitando una práctica violatoria de un derecho. Siendo así, la política social deviene en factor principal de la protección de derechos, pero la protección de derechos no se reduce a ella. El derecho alude a la integra-lidad del sujeto, por ello cualquier estrategia de promoción no puede ni debe limitarse a una sola perspecti-va, es necesaria integrarlas. Puede entenderse que los énfasis discipli-narios conducen a ello, lo mismo que la lógica burocrática, pero no debiéramos someternos a estos designios. Quizá el desafío es reali-zar un esfuerzo conceptual, técnico y práctico que ayude a integrar ambas perspectivas dentro de una más holística e integral.
Los límites y antinomias
del enfoque de derechos
humanos en América Latina
en un contexto de acceso
al poder y de universalidad
de derechos
Las luchas por el retorno a la democracia en Sudamérica y la cri-sis política en Centroamérica duran-te los años setenta y ochenta, pro-vocaron en la región latinoamericana un clamor generalizado para que se fortaleciera el marco de reconoci-miento de derechos y se redujeran
las desigualdades sociales. Como resultado, se adoptó la democracia procedimental como forma de ejerci-cio y de distribución del poder, aun-que no sin sobresaltos ni sinuosos caminos que recorrer.
Es una paradoja el hecho de que este proceso de institucionaliza-ción política, se haya iniciado al am-paro de las políticas neoliberales ensayadas para atender la crisis de la deuda heredada de la gestión de los regímenes autoritarios y de un capitalismo financiero en expansión que alentó una especie de capitalis-mo de Estado. Estas políticas privi-legiaron el mercado, redujeron y debilitaron el aparato estatal, abrie-ron las economías aún más al sector externo, así como propiciaron un mercado político en el que las élites intercambiaban el poder ajustadas a un mismo guión. Al mismo tiempo, se inició una época en la que la di-versidad social se impuso y surgie-ron movimientos sociales que no solo no respondían a los esquemas clasistas tradicionales (obreros, campesinos y sectores medios) sino que planteaban demandas diversas, particulares y difíciles de articular, las que no tenían el afán de impulsar los cambios estructurales a los que aspiraban los partidos de inspiración comunista o socialista pero si bus-caban un cambio que atendiera sus vindicaciones (Ortiz y Mayorga, 2012, García Linera, 2012).
El surgimiento de esta diáspo-ra de movimientos reivindicativos detonó un archipiélago de demandas corporativas aglutinadas en torno a organizaciones sociales y no guber-namentales. La mayoría de estos reclamos adquirieron forma política institucional y legitimidad gracias a la nueva noción de los derechos hu-manos. Se acabaron con ello los meta relatos, pero se activó una nueva conflictividad social que modi-ficó la morfología de la política. Entre tanto, el mercado político de reciente creación a la sombra de las políticas neoliberales se vio con creces supe-rado, al punto de que los discursos modernizadores basados en el ideal de la mercadotecnia sucumbieron en poco tiempo en virtud de la imple-mentación de políticas sociales foca-lizadas hacia estos sectores pobres o más pobres fueron incapaces de construir un cemento social capaz de articular tales demandas, ya que los nuevos movimientos sociales aspi-raban a algo más que ser una clien-tela de corto plazo y se transforma-ron en factores de cambio político y social. Un ejemplo que ilustra la emergencia de este nuevo paisaje político y social fue el protagonismo del movimiento indígena en Ecuador y Bolivia, el que pasó de una pers-pectiva indigenista que tendía a reivindicar la cultura ancestral a una de tipo político en el que se recono-ce como actor social y se planteó la incidencia en el Estado e inclusive, en el caso de Bolivia, donde consti-tuyen una mayoría, la toma del po-der (Albó, 2009). Esta metamorfosis articuló distintos y contradictorios procesos de cambio.
El desgaste de las élites y de su discurso (neo) liberal de la demo-cracia, que no llenaba las expectati-
vas de un proceso de institucionali-zación capaz de canalizar las de-mandas por la inclusión y la igualdad social,13tanto por su vacuidad co-mo porque al mismo tiempo aparecía solo como un discurso para alimen-tar el poder económico de las nue-vas élites y de los grupos tradicio-nalmente poderosos en estas naciones, fue definitivo. Los tradicio-nales grupos políticos pronto que-darían desnudos y con poca capaci-dad para construir nuevos ropajes que les permitieran transvestirse otra vez, como lo hicieran cada cier-to tiempo para garantizar su influen-cia mediante la reducción de la au-tonomía relativa del Estado. Tal
desgaste se trastocó en el surgi-miento de nuevas fuerzas políticas que plantearon exitosamente un proyecto de cambio basado en el acceso al poder de grupos sociales que nunca habían disfrutado de se-mejante desafío, utilizando la demo-cracia procedimental.14 Se refundó la democracia, se mantuvieron y, en otros casos, se fortalecieron los pro-gramas sociales, incluyendo aque-llos de corte clientelistas neoliberales dirigidos a “cooptar” amplias masas urbanas y rurales, como los subsi-dios o bonos contra la pobreza y se iniciaron procesos de transformación productiva. Las élites tradicionales fueron así sorprendidas con estas posiciones de “la izquierda emergen-te” que no solo aceptaban las reglas
del juego “burguesas”15 sino que, al igual que actuaron ellas en el pasa-do, procuraron el control de las insti-tuciones democráticas bajo las mis-mas reglas de la democracia liberal (Paramio, 2006).
Ernesto Laclau, (2006) plantea que este comportamiento no sola-mente es común en gobiernos de derecha y de izquierda para ganar la confianza del pueblo sino que resulta en este caso necesario, ya que las nuevas fuerzas sociales que impul-san el cambio en estas naciones de Sudamérica, fueron capaces de construir esa articulación, ofrecer un nuevo bloque histórico y proponer una visión hegemónica de nuevo cuño.
En efecto, la característica principal de estos regímenes, es que adoptaron un discurso anticapitalista sin abandonar el capitalismo y acti-varon un proceso de modernización económica que los acercó a grupos de empresarios interesados en man-tener sus negocios en diferentes
ramas de la economía y de distribu-ción de la riqueza con una fuerte dosis nacionalista.16 Grupos sociales que antiguamente habían sido ex-cluidos políticamente por las élites tradicionales comienzan no solo a acceder a los servicios de atención social, subsidios y de un mejora-miento general en sus condiciones de vida, sino que se insertan en el poder del Estado, transformándose en nuevas élites políticas y económi-cas capaces de disputar el poder del Estado a las tradicionales (García Linera, 2012). Con este esquema complejo y contradictorio comenza-ron a levantarse proyectos naciona-les de corte popular y de una natura-leza jamás vista en la región latinoamericana, sobre todo en Su-damérica,17 con algunas característi-cas como las siguientes:
De esta manera, los nuevos regímenes aprovecharon el esque-ma de legalidad de la democracia liberal para alcanzar la legitimidad, a través de estrategias de cohesión social basadas en la implementa-ción de medidas distributivas y redistributivas, orientadas a fortale-
cer y crear las bases sociales del nuevo régimen y un nuevo esquema de gobernabilidad.18 En efecto, se propusieron:
Los derechos humanos nue-vamente formaron parte de la nueva tormenta y de las aspiraciones por alcanzar sociedades más justas e inclusivas, ya que la adopción de la democracia procedimental y de una lógica republicana como estrategia para el acceso al poder plantea una serie de complejidades y desafíos a esos regímenes que inciden en los derechos de libertad y de acceso a servicios y oportunidades a través del fortalecimiento de las políticas económicas y sociales y de regula-ciones sociales e institucionales.De hecho la lucha por el acceso al po-der condujo a que los órganos esta-tales, incluyendo la administración de la justicia, que siempre habían sido controlados por las élites tradi-cionales bajo el manto de una su-puesta pureza procedimental en algunos casos comenzaran a ser controlados por los grupos emergen-tes a través de procedimientos legí-timos como el sufragio universal y el control del parlamento.
Bajo estas circunstancias, el enfoque de los derechos humanos
resultó algo más que la organización de las demandas identitarias de corte pluralista de tipo Rawlsiano19 alincorporar en las constituciones políticas otras dimensiones vincula-das con la naturaleza, las que se alinean al concepto indígena del Vivir Bien (Ramírez, 2010) y repre-sentó la ampliación e institucionali-zación de un esquema de acceso del poder de grupos sociales excluidos y de las nuevas élites nacidas de los movimientos sociales. Se creó otra realidad política e institucional para las organizaciones sociales, las que ya no enfrentaron a un Estado que aparecía como neutro y dirimiendo las demandas de todos los grupos corporativos, ni una institucionalidad que en los países más pobres deve-nía con tal debilidad que las ONGs y las entidades de cooperación defi-nían la agenda pública, sino un Es-tado que adoptó, al menos discursi-vamente, los derechos de los grupos excluidos como parte constitutiva de su razón de ser. El horizonte comen-zó a ser la construcción de un Esta-do Social de signo nacional popular, que se propone redefinir el accionar de los grupos sociales, extendiendo la esfera pública pero dentro de los límites de una estatalidad definida bajo el signo político e ideológico de los grupos emergentes vis a vis las élites tradicionales. Con lo que nace un nuevo debate sobre los alcances del concepto y del ejercicio de dere-chos humanos.20
ya no se organiza para construir una es-cuela, una posta sanitaria, para abrir una carretera que comunique a sus habitantes para levantar un puente entre poblaciones o para dar ayuda a los desamparados. No
ahora pide la escuela, la posta sanitaria, el camino, el puente y el amparo ante la desgracia al municipio, a la gobernación, al gobierno nacional. Y no importa el lugar donde se viva, la apropiación del Estado por parte de las organizaciones sociales ha creado la conciencia práctica de dere-chos colectivos, en detrimento de la fun-ción estatal-local del sindicato-ayllu” (Gar-cía Linera, 2012: 33-34).
Tal cambio social ha implicado nuevas transformaciones discursivas y han abierto discusiones intensas respecto a los derechos humanos que han revivido viejas confrontacio-nes y que solo menciono en este artículo. Una de ellas es el predomi-nio del discurso estatal acerca del bienestar colectivo en relación al discurso de los derechos. Un tema que ha sido objeto de discusión teó-rica entre pensadores socialistas y comunitaristas y liberales, quienes argumentan que la garantía de la libertad se alcanza en la medida en que predomina el derecho sobre el bien.21
En el nuevo discurso estatal, los derechos ciudadanos son expre-sados por el Estado porque desde su punto de vista éste encarna una concepción y voluntad política para atenderlos y procesarlos. No se tra-ta, en consecuencia, del discurso liberal que plantea tan solo un marco regulatorio (derechos) y referencial para que los individuos y los diferen-tes grupos de interés encuentren una garantía de derechos, particu-larmente asegurando los derechos
de libertad y de autonomía. Por el contrario, el Estado que pareciera emerger se presume proactivo, así como responsable de la garantía del cumplimiento de estos y por ende del bienestar. En consecuencia, los derechos de autonomía en el sentido liberal del término devienen en un proceso recortado. Se garantiza el derecho de todos mientras el discur-so autonómico se convierte, en consecuencia, en una dimensión mediada por la esfera estatal y las organizaciones corporativas, que anteriormente tenían un espacio propio vis a vis un Estado mínimo, se ven enmarcadas a un proyecto de Estado que teóricamente las incor-pora y las representa. En efecto, al crecer la institucionalidad (normas, instituciones y portadores públicos), los espacios políticos y técnicos de las organizaciones sociales y no gubernamentales resultan limitados a raíz de que el Estado procura lle-nar todos los espacios posibles y aparece como el representante ge-nuino de estos intereses, tendiendo a absorber y procesar de distinta manera las demandas sociales que surgen. Las organizaciones sociales, por su parte, comienzan a experi-mentar las consecuencias naturales de tal “cooptación” por parte de una institucionalidad en la que hay una presencia clara y contundente de líderes gremiales. Se tiende a trans-formar el conflicto social en uno téc-nico-administrativo, que desplaza la conflictividad social hacia la esfera estatal la que propicia una política de reconstitución de estas organizacio-nes, al mismo tiempo que asegura
decisiones mediadas o avaladas por tales organizaciones.22
Las ONGs, acostumbradas a ser protagonistas en la definición de la agenda pública y en la demanda y definición de la política pública, tam-bién sufren un recorte de sus espa-cios técnicos y políticos. El nuevo Estado Social emergente comienza a llenar paulatinamente todos los lugares sociales y políticos, que habían estado vacíos a raíz de la noción del Estado mínimo y a exten-der su injerencia en todo el territorio nacional, lo que redefine el papel de la llamada sociedad civil, acotando su antiguo rol como sustitutas de la institucionalidad pública y transfor-mándolo solamente a una función subsidiaria que le exige articularse de manera subordinada a la nueva política pública en expansión. En el caso particular de los organismos no gubernamentales que desarrollaron un perfil principalmente político, reenfocaron su trabajo, nuevamente, en torno a la defensa de los dere-chos humanos reafirmando una
perspectiva desarrollista liberal que transformó el viejo reclamo de “más Estado”, por un discurso, paradóji-camente, anti-estatal o de “disminu-ción del Estado”.
A diferencia del pasado en el que se enfrentaba un “no” Estado vrs un “deseo” de Estado alojado en la sociedad civil, los cambios experi-mentados conducen a que el Estado se imponga como una entidad que se autodenomina a sí mismo como un fiel reflejo de los grupos excluidos de la sociedad y, al revés, promocio-na una sociedad que, quiéralo o no, se dinamiza en su derredor. Los derechos humanos, de esta manera, ya adquieren sentido gracias a esta extensión de un Estado que expresa su preocupación por establecer re-gulaciones y servicios de atención que garanticen acceso a condicio-nes de vida y respeto, particularmen-te estos grupos sociales. Esto, en consecuencia, se presenta como una tensión que atraviesa el enfoque de los derechos humanos: por un lado, el reconocimiento de la especi-ficación de los derechos es recogida y reafirmada en virtud de un discurso estatal inclusivo y con voluntad para garantizar accesos a servicios de atención social y desarrollo de capa-cidades sociales e institucionales, pero, por otro lado, el peso del Esta-do define límites claros a la partici-pación de esa sociedad civil gracias a su mayor voluntad y capacidad regulatoria y hegemónica. Esto trajo interesantes pero no menos comple-jos debates y tensiones alrededor del influjo de las organizaciones no gubernamentales y sociales para
reforzar el reconocimiento de los grupos identitarios excluidos, y, por lo tanto, del concepto de la libertad como autonomía entre las corrientes influidas por las concepciones libera-les y republicanas como ciertos sec-tores socialistas disidentes del proceso de cambio impulsado por los actuales gobiernos en estas naciones.
Para los primeros, constituye una clara interferencia a la auto-nomía de los grupos identitarios para organizar sus demandas y copartici-par y coorganizar intervenciones públicas en el nivel nacional. Para las concepciones republicanas este afán del Estado de organizar la so-ciedad es visualizada como un exce-so y, por tanto, como una estrategia inapropiada para el desarrollo de las virtudes ciudadanas que podría in-terpretarse como el fortalecimiento de formas autoritarias de gobierno. Mientras que para las últimas, que proponen la radicalización del proceso simple y llanamente una traición provocada por posiciones autoritarias.23
Cabe destacar que este con-cepto de la participación autónoma de la sociedad civil frente a un “Es-tado del malestar” se reforzó cuando eclosionó el enfoque de los derechos humanos y se postuló la importancia de un Estado sensible a las deman-das ciudadanas por parte de muchas
organizaciones que adhirieron una perspectiva desarrollista liberal. La noción de una ciudadanía activa y autónoma orientó las prácticas políti-cas de muchas de estas organiza-ciones, de modo que pareciera natu-ral el surgimiento de estos debates. También hay que recordar que el Estado bajo esta concepción liberal se instituyó en un espacio pluralista capaz de albergar “el lobby” para la competencia de recursos escasos entre todos los grupos sociales que demandaban el reconocimiento de su identidad. Ello generó un “jaleo” entre los grupos identitarios repre-sentados por estas organizaciones ciudadanas, institucionalmente legí-timas demandantes de autonomía para sus representado/as y accesos a oportunidades y recursos. El peso de ellas fue tan importante, que al-gunas de estas organizaciones lo-graron “implantes” en la instituciona-lidad pública, al punto que emergieron “instituciones” bicéfalas (Estado y de la sociedad civil) incrus-tadas en el Estado, como los Conse-jos Nacionales de la Niñez, mujeres o direcciones que asumieron la rec-toría de políticas hacia los grupos indígenas.
El concepto de autonomía ad-quirió, en consecuencia, un carácter institucional que fue más allá de su dimensión individual y social.24Ello
planteó el siguiente dilema: se confi-guró una organización autónoma y fuerte capaz de defender los dere-chos sociales y libertades de los grupos identitarios y de configurar una sociedad civil demandante, lo que fue posible, al mismo tiempo, gracias a que existía un Estado mí-nimo, pluralista e inoperante, inca-paz de satisfacer tales demandas. En este juego perverso ganaba “la sociedad civil” y perdía el Estado como concepto de organizador de la sociedad.
Es evidente que el nuevo Es-tado que pareciera surgir se distan-
cia bastante de este esquema y, a diferencia de ese “Estado mínimo pluralista”, se reafirma como una categoría de gestión de la sociedad cuyo propósito es establecer un or-den que aspira a la igualdad y, por lo tanto, garantiza derechos a todos/as, aun cuando esto implique restringir los derechos de algunos. Si este Estado Social conscientemente re-conoce la importancia no solo de garantizar derechos sino de explici-tarlos para que el tema de libertades y oportunidades no solamente se limite a un asunto de libertades sino también de responsabilidades, la visión de ese concepto de auto-nomía que postulan las organizacio-nes sociales y no gubernamentales adquiere una naturaleza distinta. El discurso se aleja de la vieja noción del Estado Social burocrático pero se distancia de la noción del Estado (neo) liberal. Este esfuerzo que es la imagen objetivo que presentan los procesos de cambio surgidos últi-mamente en América Latina, pare-ciera sustentarse en los derechos humanos como un referente. El di-lema es complejo, ya que por un lado esto requiere de un Estado capaz de pensar la libertad de otra manera, no solo como acceso a los derechos sociales sino como reali-zación de la autonomía para la liber-tad de acción de todos/as en todos los espacios sociales públicos y pri-vados, pero por otro lado la estatali-zación de la sociedad tiende a limitar los espacios de autonomía de los grupos excluidos organizados.
Esto plantea una tensión, da-do que el tema de la libertad debe
interpretarse, tanto desde la igualdad social como desde la cultural y ello encierra otro tipo de desafíos que van más allá de los servicios de atención social y de un determinado nivel de vida. Exige un Estado Social de nuevo cuño que se proponga una democratización no solo de la rique-za material sino de la cultural.La tensión entre igualdad y libertad que ha dominado el debate entre libera-les y socialistas durante el período moderno, adquiere nuevas manifes-taciones, primero porque el concepto de igualdad social de los socialistas queda trunco si no considera la igualdad cultural. Las demandas populares hoy no pueden limitarse al acceso a la riqueza material como
en el pasado, ya que algunos grupos sociales no pueden ejercer esa igualdad material a raíz de que la desigualdad cultural deviene en un límite. Este concepto de libertad planteado por Sen, quien deja atrás las perspectivas individualistas de carácter autoreferenciado y econo-micista de la libertad para postular concepciones de los derechos indi-viduales más colectivas, resulta un aporte importante al debate reciente sobre el enfoque de los derechos humanos.25 Ello significa que no se trata de reeditar el debate entre liber-tad social (sujeto colectivo) y libertad individual (sujeto individual) que se ha planteado entre estas dos co-rrientes políticas nacidas de la mo-dernidad, sino que la libertad social de todos ya no es posible sin la liber-tad individual de algunos. Esta es la gran contribución de los derechos humanos como se comprenden hoy en día, entendida ya no como la visión liberal de las libertades indivi-duales per se frente a las restriccio-nes colectivas, sino, por el contrario, la libertad individual para conseguir la libertad plena como igualdad co-lectiva, igualdad en el acceso a las capacidades que asegurarán el dis-frute de las oportunidades.
La otra, que también tiene que ver con ese reconocimiento de dere-chos específicos, es que la política económica, social y productiva tradi-cional limitada al acceso a servicios de atención, salarios y créditos, en-tre otros beneficios, ya no es sufi-ciente para definir un Estado Social y propiciar la igualdad de derechos. Al reconocer que las relaciones de
dominación que deben ser supera-das no pueden limitarse a las clási-cas y clasistas, los esfuerzos estata-les tienen que estar orientados ha-cia otros ámbitos tan complejos co-mo novedosos, como, por ejemplo, la equidad salarial, crediticia, admi-nistrativo-laboral, organizacional, sexual, el uso del tiempo libre, el cuidado, entre otros. Esto implica nuevas soluciones y nuevos conflic-tos sociales en los que deben rom-perse los esquemas tradicionales y plantear una revolución cultural al igual que se postula una social. Mu-chos de estos temas implican posi-ciones morales y plantean debates políticamente profundos que llevan, inclusive, a los grupos más progre-sistas verse como los más conser-vadores y aliados a las élites que tradicionalmente defienden los valo-res más atrasados de la sociedad. Pero también presenta el desafío de redefinir conceptos técnicos y opera-tivos de gestión de la sociedad cuya exigencia va más allá del simple debate conceptual y propone pensar y entronizar nuevos instrumentos gerenciales.
Un Estado Social que enfrente el acceso a estas libertades estará atravesado por un nuevo tipo de conflictividad social y estará obligado a repensar la democracia para lle-varla no solo desde lo procedimental hasta el acceso a la riqueza material sino extenderla aún más para garantizar que culturalmente todas las personas puedan disfrutar de esta igualdad. Nuevas tensiones plantearán estos desafíos, ya que han brotado demandas que apuntan a ello y muchas de la soluciones a los viejos problemas sociales incor-poran este tipo de temas. El nuevo Estado Social refleja la nueva socie-dad y ésta es un conglomerado de nuevo tipo, caracterizado por rela-ciones sociales diferenciadas y com-plejas y por una expansión de los ámbitos públicos sin precedentes, los que ya no se limitan a la estatali-dad aunque la presuponen como un referente positivo o negativo. De este modo, surge un nuevo espacio de conflictividad social que no puede omitirse y que limita o fortalece la legitimidad del nuevo proyecto políti-co que emerge. De hecho se “advier-te que se está produciendo desde el 2010 un nuevo repunte de la lucha popular e indígena en los dos países debido a que los gobiernos de iz-quierda implementan políticas iguali-tarias y universalistas, postergando la respuesta a las demandas particu-lares, básicamente de reconocimien-to de los derechos e identidad de los pueblos indígenas. Por ello los indí-genas se movilizan, pero al plantear demandas de corte particular no logran movilizar al conjunto de secto-res populares, es decir, los movi-mientos más radicales no tendrían una plataforma articuladora de la generalidad de las demandas. (Ortiz y Mayorga, 2012:15)”
Las nuevas diferencias so-ciales. Siguiendo a Ernesto Laclau,26quien afirma que en una sociedad institucionalizada no hay contradicciones, aunque si diferen-cias que se dirimen en la lucha por alcanzar la hegemonía, los nuevos regímenes políticos enfrentan con-flictos inéditos que se explican por el hecho de transitar hacia un Estado ampliado que garantiza el acceso al poder de grupos sociales histórica-mente relegados. Ejemplos de ello son las luchas sociales en defensa del Parque Nacional Isiboro-Sécure, las demandas de algunas organiza-ciones indígenas ecuatoriana en contra de la explotación minera y petrolera y las demandas ciudada-nas surgidas en el contexto de la Copa Confederaciones en Brasil, que exigen mejor calidad en los ser-vicios de atención social y mayor control contra la corrupción.
Bajo esta circunstancia se ven obligados a configurar un proyecto nacional de base popular, cuyo desafío consiste en construir una hegemonía en torno al discurso del pueblo, a diferencia del anterior fun-dado en el de la élite, pero al mismo tiempo procurando un escenario en el que lo popular termine excluyendo otros sectores sociales. En condi-ciones de refundación y ampliación
de la institucionalidad, ello abre un panorama de nuevos y complejos conflictos sociales. Las élites tradi-cionales están empeñadas en no ceder un ápice del poder y paradóji-camente utilizan el tema de los dere-chos humanos como su caballo de batalla para que su oposición ad-quiera legitimidad. Ello lo hacen en dos vertientes:
De este modo, los derechos sociales se transforman paradójica-
mente en “el leitmotiv” del debate político, produciéndose en una es-pecie “quid pro quo” en el que una de las principales motivaciones de la emergencia de estos grupos sociales se transforma en su propia debilidad. Ello ocurre en estas naciones a cau-sa de varios factores:
Además de este tipo de tema-tización de los derechos humanos emanadas del cambio político, que sufre la región, surgen otras de ma-yor complejidad, vinculadas con demandas de sectores que han inte-grado las fuerzas sociales que im-pulsan el ascenso al poder, como, por ejemplo, organizaciones de pue-blos indígenas y de otros sectores populares, incluyendo grupos de clase media. Como parte del proce-so de repolitización que vive el Esta-do, estos grupos demandan el reco-nocimiento o ampliación de sus derechos, los que en ocasiones en-tran en pugna con fuerzas integran-tes de la misma coalición o con el régimen económico y político im-puesto que busca conciliar e incor-porar nuevos intereses en torno al proyecto refundacional. Estos con-flictos gravitan alrededor de dere-chos exigidos por las fuerzas emer-gentes y muchos de ellos incorporados en los esquemas cons-titucionales. El problema que ha tenido este tipo de conflictos es que tocan los cimientos del proyecto de cambio político, tienden a erosionar algunos de los principios que los llevaron al poder y abren un tipo de conflictividad social distinta en la que fracciones de los grupos emergentes se enfrentan alegando la legitimidad de su poder social en las organiza-
ciones y movimientos sociales.28En la medida en que estos regímenes van ampliando su radio de acción, incorporando sectores sociales y pactando con desprendimientos de las mismas élites tradicionales, este tipo de conflictos han tendido a fortalecerse.
Debido a que el proyecto emergente es un proyecto institucio-nal, el Estado se transforma no solo en un campo de lucha sino de con-densación de fuerzas. De esta ma-nera, pareciera que la solución de esta conflictividad social y la incorpo-ración de organizaciones y movi-mientos sociales como actores esta-tales, conducen a una tendencia a que se ponga énfasis en un proyecto nacional más inclusivo aunque no por eso exento de conflictos y diferencias.
El pacto y el conflicto adquie-ren no solo una forma reivindicativa sino refundacional, ya que el acceso tiene que expresarse en leyes e instituciones. Es aquí donde los de-rechos humanos, adquieren también una centralidad interesante que hace que surjan muy distintos discursos, en el que el enfoque de los derechos está presente, aunque no necesa-
riamente con tanta gravitación como cuando se debaten los temas de la libertad, la imparcialidad y el funcio-namiento de las instituciones encar-gadas de dirimir los grandes intere-ses societales. De nuevo, ello muestra que los derechos transver-sales como los de la niñez, las muje-res y otros grupos sociales no conci-tan la misma movilización y pasiones. Este no es el caso de los temas indígenas, en los cuales hay otras variables tan importantes como la propiedad, la participación en pro-yectos productivos de envergadura, pero sobretodo el poder político, particularmente en Bolivia, donde una mayoría de la población perte-nece a los treinta y seis pueblos indígenas. Ellas derivaron; sin em-bargo, en una visión común: cansa-das de las élites decidieron plantear un proyecto de acceso al poder que reuniera a los sectores sociales que siempre fueron excluidos. Diríamos que a diferencia de los proyectos revolucionarios del pasado su aspi-ración es bastante limitada pero con un enfoque muy institucional: no se plantea una ruptura en el orden so-cial, ni la negación del adversario, solamente un cambio político. Se propusieron vindicaciones identita-rias, como es el caso de los movi-mientos indígenas en los países andinos, mientras que otros plantea-ron la búsqueda de soluciones a problemas comunitarios en las ciu-dades o el campo, otros procesos de modernización con un signo diferen-te y algunos veían esto como la oportunidad de instaurar el socialis-mo. Ello motivó el surgimiento de nuevos regímenes políticos, particu-
larmente en Sudamérica, que vindi-caron un nuevo esquema político, que para sorpresa de las élites tradi-cionales, se basó en la democracia procedimental, pero que encierra dilemas y tensiones difíciles de resolver.29
Conclusión
Los derechos humanos hoy constituyen una realidad de mayores alcances pero al mismo tiempo sigue generando los debates del pasado. Hoy se agregan temas estrictamente morales vinculados con la concep-ción de la vida, la reconfiguración de la familia, las prácticas sexuales y el reconocimiento de “sujetos invisi-bles”, los que concitan la reacción de grupos conservadores y progresis-tas. En América Latina cada día estos y los temas tradicionalmente vinculados a las libertades políticas y a la igualdad social no pueden verse
como discusiones aisladas al debate sobre la ampliación y profundización de la democracia. La pobreza, el abuso del poder y la inestabilidad política son temas recurrentes y que hoy se valoran no solo desde la bús-queda de explicaciones sociológicas, sino, sobre todo, desde la perspecti-va de cambios políticos en los que el tema de los derechos humanos tiene centralidad. El papel del Estado vuelve a ser un elemento importante en torno al cual se debaten los dere-chos humanos, ya que de algún modo este órgano es un promotor y regulador de libertades y de oportu-nidades. La irrupción del enfoque de derechos implicó una mirada de lo social desde la visión del sujeto y un debate sobre concepciones del bie-nestar, la justicia y los sujetos. Estos temas no son ajenos a la discusión global sobre el cambio político ni a las metamorfosis que experimenta el Estado actualmente en América Latina. La especificación de dere-chos que cristaliza en lo que se ha denominado como enfoque de dere-chos humanos, es parte de estos debates, sobre todo cuando la cons-trucción de la democracia y de la justicia se interpretan no solo desde el simple reconocimiento de dere-chos en las leyes sino desde su in-corporación en la política y en las nociones de desarrollo.
Hay que hacer un esfuerzo por vincular estos temas específicos con los grandes problemas de la democracia y el desarrollo. Hasta ahora promovemos reconocimientos de la diferencia como si estuviesen al margen de los grandes desafíos
que presenta nuestras sociedades. Es el momento de hacer un esfuerzo para mostrar que no son ajenos, al tiempo que debemos identificar los límites de estas perspectivas singu-lares que tienden a particularizar, tanto las problemáticas de los suje-tos específicos que terminan redu-ciéndose a discusiones si bien im-portantes también intrascendentes para muchos.
Los cambios que está sufrien-do el mundo contemporáneo pare-cieran ir en este sentido. La ciuda-danía reclama más transparencia, más libertades y mayores responsa-bilidades al Estado, el Estado en-frenta una diáspora social y su gestión no puede limitarse a los res-tringidos temas del pasado. El desa-rrollo como crecimiento económico quedó bastante reducido cuando las luchas sociales piden no solo acceso a oportunidades sino mayores liber-tades en los ámbitos públicos y pri-vados. Los cambios políticos y socia-les que viven muchos países de la región se ven envueltos en estas tensiones y dilemas: ya no se pue-den limitar al modernismo productivo si al mismo tiempo no cumplen con la promesa de la inclusión. Las or-ganizaciones sociales exigen partici-pación, la que en dicho contexto, tiene límites, oportunidades y ries-gos, que deben ser analizados su-perando las concepciones restringi-das que ponen el acento en “un Estado cooptador” o en “una socie-dad civil anti-estado”. Igualmente ocurre con el llamado tercer sector compuesto por ONGs, las que fue-ron promovidas exitosamente pero que en la competencia con el Estado Social emergente enfrenta desafíos no previstos, algunos de los cuales están asociados a las nuevas estra-tegias que deben adoptar para se-guir contribuyendo con el desarrollo del enfoque de derechos sin erosio-nar el Estado Social.
Llegó el momento de conciliar el debate del cambio y los derechos humanos desde otra perspectiva que vaya más allá de las concepciones conspirativas, apologéticas y doctri-narias basadas, tanto en las nocio-nes liberales como socialistas. Está surgiendo un nuevo Estado Social inspirado en claves distintas y en-frentadas a desafíos enormes que intentan configurar una visión repu-blicana dentro del surgimiento de un nuevo bloque de poder que incorpo-ra a los grupos históricamente ex-cluidos y, al mismo tiempo, procura construir un proyecto nacional. Es tiempo de construir un universal, pero inspirado en un nuevo bloque histórico en el que, en efecto, el cen-tro lo ocupan los grupos histórica-mente excluidos, pero esta com-prensión “totalizadora” y no totalitaria debe dejar los espacios suficientes para que el asunto de las libertades sea objeto de un debate profundo y amplio, pero no me refiero a la liber-tad entendida como la justificación para que los poderosos sigan disfru-tando de sus privilegios, sino de la libertad entendida como aquella virtud ciudadana en la que todos tienen acceso a las capacidades necesarias para que su ejercicio sea una realidad de todos y no solamen-te de algunos pocos. La discusión de
los derechos humanos pareciera ir en esa dirección y los nuevos ensa-yos surgidos en América Latina son una oportunidad para debatir y avanzar hacia ese horizonte.
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