Poder, responsabilidad
Amalia Bernardini** y ética pública*
PRETENDE CONSTITUIR UN MOMENTO DE REFLEXIÓN SOBRE LOS FUNDAMENTOS ÉTICOS DE LA TEORÍA Y PRÁCTICA ADMINISTRATIVA PÚBLICA Y SU UBICACIÓN EN LA REALIDAD DE HOY EN DÍA.
PALABRAS CLAVES: FUNCIÓN PÚBLICA / ÉTICA / TRANSPARENCIA / FUNCIONARIOS PÚBLICOS
“Asfixia ética”1
* Conferencia dictada en el marco de la realización de la Pasantía Regional ICAP-Países Beneficiarios, dedicada al tema “La gestión por resultados como instrumento estratégico para la transpa-rencia y rendición de cuentas: Su impac-to en las finanzas públicas”, y llevada a cabo en San José, Costa Rica, del 17 al 21 de noviembre del 2008,
** Doctora en Filosofìa. Profesora de la Universidad de Costa Rica, UCR.
Recibido: 12 de noviembre del 2008.
Aceptado: 6 de febrero del 2009.
En un momento, como el ac-tual, en que las prácticas empresa-riales y administrativas están vincu-ladas básicamente con la relación costo-beneficio, y en que, por lo que a administración pública se refiere, entra en crisis la definición del Esta-do y de sus funciones, es importante
insistir sobre la idea de mirar normas jurídicas, decisiones administrativas y sistemas organizacionales a la luz de los valores éticos, presentes o ausentes en ellos.
La manera de entender la administración pública está profun-damente enraizada en concepcio-nes del hombre, de su ser social, de sus derechos y deberes, de la participación democrática y del sentido y destino de las diferentes instituciones.
No se pretende reiterar, aquí, normas y preceptos de ética en la administración pública, y que cimien-tan las diferentes legislaciones en materia. Nuestra perspectiva no será preceptística, (una ética “material”, como dirían Kant y Max Scheler) sino crítica: la razón de ser, los prin-cipios primeros y las actuales condi-
ciones de aplicación de las normas. Por otra parte, el principal propósito de una visión crítica sobre la ética, en esta sede, no es el de un dis-curso erudito, sino el de favorecer un compromiso ético y moral más co-herente y sólido. Una expresión en latín nos recuerda “nulla lex sine moribus”: a saber, la inconsistencia de leyes y normas, si no existe la convicción, la voluntad y hábitos arraigados de cumplimiento. Tam-poco es nuestra tarea hacer una casuística, o referirnos a datos e indicadores presentes en estudios de nuestras sociedades, tan presti-giosos, a veces, como los Estados de la Región, aunque una reflexión interpretativa de nuestra realidad esté subyacente en nuestro discur-so. Un pensador contemporáneo habla de:
“Un sentimiento generalizado de ‘asfixia ética, que afecta la sociedad contemporánea” (E. Morín, 2004, p.190).
Indiferencia del Estado y de sus instituciones hacia la ciudadanía; ensanchamiento exagerado de la brecha social; desintegración o debi-litamiento de las instituciones fun-damentales, comenzando por la familia; desprestigio de la política; falta de modelos de vida valiosos y atractivos; pobreza espiritual y humana de la sociedad consumista: la sociedad contemporánea, tan avanzada en ciencia y tecnología, sigue siendo sumamente inculta en convivencia humana.
Sólo un compromiso ético es capaz de garantizar la sostenibilidad de los sistemas sociales. Desafortu-nadamente, es parte de nuestra sociedad lo que, en expresión popu-lar se llama la "cultura del chorizo", a saber, la creencia no confesada de que es muy inteligente no cumplir las normas; cuando, en cambio, es sólo fruto de ignorancia y superficialidad el no ver que, la mayoría de las ve-ces, se puede obtener lo que se necesita respetando las leyes.
El egocentrismo y la voluntad de obtener "todo", "para mi" y "ya" rigen demasiadas actuaciones, públicas y privadas.
No se duda en hacer todo lo que se puede y quiere. El poder hacer algo, se convierte en norma de hacerlo. Si puedo apoderarme de recursos públicos lo hago; si puedo obtener un puesto o cargo para el que no tengo suficiente formación, opto por él; si puedo, en mis accio-nes prácticas, olvidarme de por qué estoy trabajando y el sentido de la institución o empresa donde trabajo, lo hago; si puedo no rendir cuenta del uso de recursos sensibles para la sociedad, no sólo lo hago, sino que me opongo a que se me exija; si las circunstancias permiten que pueda desacatar ordenes judiciales o burlar leyes, lo haré, etc.
Empresas que compran políti-cos y administradores de las institu-ciones; políticos y administradores de la cosa pública que reciben bene-ficios inconfesables a cambio de sus favores y concesiones, o trasladan beneficios a familiares, tanto como a allegados e incondicionales. Además de la corrupción, en la ad-ministración de la cosa pública, cabe hablar de la ineficiencia administrati-va, debida al hecho que, a veces, no son los mejores los que manejan la administración pública. El desperdi-cio; los pésimos resultados en mu-chos ámbitos, por ejemplo, en infra-estructura; servicios, programas y actuaciones de instituciones de bienestar o sistemas de salud one-rosísimos para los “obligados a la solidaridad” que los sustentan, con una administración lenta e ineficien-te; una educación pública que, mu-chas veces, parece más bien seguir la agenda oculta de producir ciuda-danos incapaces de pensar, o tecnó-logos que sólo saben de lo suyo. Tal parece que los ciudadanos somos unos tristes clientes que reciben unos servicios que son una ofen-sa a nuestra dignidad y a nuestros derechos y que, para peores, le sa-len carísimos a los erarios públi-cos y a los bolsillos de los que nor-malmente no se pueden sustraer de contribuirles.
En nuestros países mucha gente, con la impresión de no impor-tarle a sus gobernantes y adminis-tradores, se siente acosada por el medio social; traicionada por los políticos y descorazonada ante el futuro.
Se debe reconocer, aunque el tema educativo no sea objeto en este momento, que la educación tiene su responsabilidad por la situación.
Ahora bien: son las decisiones y las actuaciones de la conducción pública las que inciden en la forma-ción de jóvenes generaciones capa-ces o no de pensar. ¿Conviene, a caso, que no se piense en nuestros países?
El deterioro de la educación puede arrastrar a la ruina la demo-cracia, vgr. la costarricense, cuya fuerza se ha basado en lo educativo. Una educación deficiente produce escaso desarrollo mental; saberes no interiorizados; inadecuado domi-nio sobre pasiones individuales y colectivas; vulgaridad y mezquindad; indefensión hacia la manipulación; escaso nivel de autonomía.
El sistema educativo adecua-do para una sociedad que busque desarrollo humano es formar ciuda-danos reflexivos y críticos, amplios en conocimientos, inteligentes, pro-bos, capaces de resolver creativa-mente problemas y también de en-frentar adversidades; de mente y conciencia abiertas, capaces de superar prejuicios, ignorancia y fanatismo, de sobreponerse a las emociones y pasiones individuales y colectivas; capaces de apre-ciar, proponerse y realizar valores; con un sentido, bien desarrollado, de lo comunitario, la equidad y la solidaridad.
Ahora bien, hay que recordar que formar la capacidad de pensar constituye no sólo el resultado de una formación de la inteligencia, sino también la base de la autonomía y solidez de la conciencia moral.
De modo que, como se ve, se constituye un círculo que puede ser virtuoso o vicioso: la educación es una de las responsabilidades de la administración pública, y los inte-grantes de ésta son, en su gran ma-yoría, los resultados de la educación en su país.
Sin querer afirmar que todos nuestros males sociales provienen de la globalización neoliberal, cons-tatamos que un dogma de la compe-titividad económica y la apertura de mercados ha sido la reducción del Estado, de sus funciones y de sus recursos. ¿Por que no cuestionarse si apertura y competitividad econó-micas no podrían conciliarse con un nivel aceptable de Estado social, como, asimismo, el desarrollo con la sostenibilidad ambiental, social y cultural?
Tal vez baste remozar el concepto de bien común (pero, por favor, sin convertirlo en otra fórmula hueca y perversamente distorsionada).
Es contribuir al bien común, por ejemplo, el trabajar con compe-tencia y responsabilidad; atender bien a los usuarios; construir bien las carreteras; manejar con honradez, responsabilidad y eficiencia el dinero público; respetar las leyes, desde el fondo del corazón y no burlarlas. “Bien común” son instituciones públi-cas que muestren sensibilidad hacia las legítimas exigencias del pueblo, que incluyen el respeto de la digni-dad personal, y que no se conviertan en gruesos “muros de hule”, impene-trables para la ciudadanía, cuyas llamadas y reclamos no hacen más que rebotar.
Costa Rica en los últimos se-senta años aproximadamente ha sido un país de instituciones: de bienestar, salud y seguridad social, combate de la pobreza, desarrollo y educación, producción de energía y comunicaciones, etc. Sin embargo, hoy parece que grandes institu-ciones han perdido la percepción de sus fines y, muchas veces, usan su fuerza legal y prestigio para fines políticos o para beneficio de quienes, de alguna manera, pueden usufructuarlo.
¡Qué importante si institucio-nes, empresas, partidos y comuni-dades se preocuparan ya no sólo de repartir el poder, sino de situar las personas adecuadas, por competen-cia y sentido del deber, en los pues-tos que las necesitan!
Nuestro discurso pretende dar su contribución a una nueva cultura organizacional y sentido de la ‘res-ponsabilidad social’ de instituciones, empresas y organizaciones, final-mente, a lo que se ha venido a refor-zar: la Gestión por Resultados. Tal parece que, a la base de una gestión pertinente, transparente y eficaz, se sitúa una ética que no se queda en bellos enunciados y en la proclama-ción de valores, sino que pretende que los hermosos principios, unidos con ciencia administrativa y legal, se convierten en experiencia concreta y en vida cotidiana.
Ahora bien, podríamos pre-guntarnos: ¿Para qué una ética?
¿Por qué no, simplemente, admitir como datos fácticos, la volun-tad de poder; la corrupción del políti-co, la utilidad sin límites; la investi-gación sin escrúpulos éticos y humanitarios; la irresponsabilidad ambiental; la miseria extrema de un sexto de la humanidad? ¿Nos esta-mos refiriendo a problemas dema-siado amplios? Pues, a eso nos conduce, precisamente, la sociedad global e interdependiente en la que, para bien o para mal, estamos viviendo.
Entonces, enunciemos el pro-blema más amplio de todos ¿Para qué hacer el bien y no el mal?
¿Para qué: altruismo; toleran-cia; no violencia; honestidad del empresario, del funciona-rio, del sindicalista y, en gene-ral, del responsable de una entidad colectiva; conciencia de los derechos humanos de parte del científico; incondicio-nalidad en el reconocimiento de derechos humanos, por parte de sujetos individuales, grupales, nacionales, transna-cionales etc.?1
1. Cfr. Kung, Hans, 1992, p.44-45.
Pretendemos:
Así, pues, analizaremos los fundamentos de la responsabilidad ético-social que le compete a la ad-ministración pública.
Quedan como supuestos:
Un cambio de conciencia
Por suerte, está generalizán-dose la conciencia de la necesidad de la ética, que, dicho sea de paso, no es lo mismo que la conciencia de la necesidad de ser éticos, o de practicar la ética en primera persona, singular o plural. En esta ligera dis-tinción estriba el que el clamor actual por la ética no se convierta en simple moda. Decía Thomas Hobbes, el más antiguo de los contractualistas modernos, que la agresividad y la “guerra de todos contra todos” hacen imposible no solo la convivencia, sino la misma vida humana. Hoy nos estamos dando cuenta que la no vivencia de la ética y de la moral mina desde sus fundamentos el “contrato social”, porque, la norma constantemente burlada o desvirtua-da, produce consecuencias peores que si no existiera. En el Estado de derecho, la ley pone las reglas del juego; es evidente que la violación de la ley, sobre todo cuando es ge-neralizada y, diríamos, sistémica, pone en peligro el mismo Estado de derecho.
Se está generalizando, asi-mismo, la conciencia de que la polí-tica y la administración pública tie-nen que basarse en la ética, lo que es muy positivo, en vista de que, hasta hace poco, llamaba la atención que los políticos, eran juzgados por la población solo desde la eficacia de sus acciones en vista del poder. En cuanto a los administradores públicos, es más tradicional que las legislaciones los sometan a normas y procedimientos estrictos, que, sin embargo, en visiones menos rígidas y más modernas y sistémicas, han derivado en principios como transpa-rencia, rendición de cuenta, servicio al cliente, responsabilidad social, nuevos principios de liderazgo, aprendizaje en equipo, o en princi-pios como la Gestión por Resulta-dos, GPR, etc., los que, sin embar-go, podrían terminar desvirtuados o desteñidos, si no se alimentan cons-tantemente de valores. Finalmente, la administración pública como cien-cia y como institucionalidad, además que como profesión, y, en fin, como asunto de seres humanos, no es una torre de marfil, sino que está inmersa en una sociedad, algunos de cuyos aspectos con respecto a la ética ya hemos enunciado.
Estamos enfrentados a la posibilidad de un completo relativis-mo, que, desde el punto de vista ético y de la convivencia humana, es disociador.
Por otra parte, de este carác-ter disociador del relativismo esta-mos tomando conciencia cada vez más hoy en día, después que no sólo el actuar concreto de individuos y sociedades lo ha manifestado y lo manifiesta; sino que ha habido im-portantes esfuerzos en la cultura y el pensamiento modernos para afir-mar el relativismo también teórica-mente: disociando la política de la ética; proclamando la amoralidad de la creación cultural; afirmando la neutralidad ética de la ciencia y la tecnología; estableciendo la eco-nomía en lo cuantitativo e ignorando lo cualitativo de los valores; “sospe-chando” de las normas éticas y mo-rales como “moralina”, como someti-das al poder socio-económico o como represoras de impulsos vitales; finalmente, proclamando su relativi-dad, como productos históricos.
¿Dónde y cómo encontrar una máxima, o una fundamental orientación ética? Y, podremos encontrarla?
Más allá de la fundamentación religiosa de la ética, en la moderni-dad fue la razón la encargada de constituirse en su fundamento. Sin embargo, la razón moderna, en las últimas cuatro décadas aproxima-damente, ha sido cuestionada por la llamada posmodernidad, y ha sido cuestionada por sus grandes reali-zaciones socio-culturales: una cien-cia y una tecnología todopoderosa desligadas de toda ética; una indus-tria de impacto medioambiental y una democracia cada vez más di-fundida por el orbe, pero sólo jurídi-co-formal.2 Además, y cada vez más, tomamos conciencia de la insuficien-cia de una economía, incluso públi-ca, preocupada únicamente del costo-beneficio y neutra con respec-to a los valores.
2. Véase H. Küng, Hans, 1992, p. 28-29).
¿Cómo, entonces, fundar una obligatoriedad ética general e incon-dicional? Varios autores como Mc Intyre, Rorthy, Foucault, han pro-puesto, así, prescindir de normas universales y se han remitido a usos diferentes en tiempos y sociedades, lo que, sin embargo, constituiría una fundamentación demasiado precaria. Otros, como Habermas y Apel, han propuesto una “ética discursiva”, basada sobre el consenso y el dis-curso racional.
No se crea que estamos haciendo cavilaciones teóricas. En vista de que, muchas veces, a la base de prácticas defectuosas, hay problemas teóricos sin resolver, se puede tomar una expresión de H Küng para enunciar el nuestro: “¿Quién nos dirá qué hacer en un tiempo en que podemos más de lo que debemos?” (1992 p. 65).
¿Universalidad?
Por otro lado, bien sabemos que el absolutismo valorativo puede conducir y ha conducido a dogma-tismo, intolerancia y autoritarismo. De modo que la construcción de un universalismo axiológico no dogmá-tico es un problema abierto.
Parece evidente que la mayor preocupación sobre la posibilidad de universalizar valores se da en el campo ético (que incluye el cívico, según la manera aristotélica de con-siderar ética y política como ciencias “de fines”). En la actualidad, hay proble-mas planetarios y universales, cuya dimensión y respuestas éticas hay que descubrir y hacer reales. Tales problemas son los de la pobreza, la desigualdad cada vez más acentua-da, las carencias materiales, de edu-cación y seguridad que sufren gran-des masas humanas y, por otra parte, la acumulación fabulosa de riquezas por personas y grupos po-derosos, o criminales. Algo, en parti-cular, que nos preocupa a los pre-sentes: instituciones políticas y sociales cada vez más desvirtuadas, reducidas a poco más que las decla-raciones vacías de sus principios fundadores. Aquí estamos precisa-mente, para “redescubrir” y remozar las instituciones en las que trabaja-mos y nuestra dedicación a ellas. Otros grandes problemas: los dere-chos humanos cada vez menos res-petados en los hechos; los recursos naturales cada vez más escasos y codiciados, u objeto de intereses en contraste; la vida del planeta ame-nazada; un mundo de economía globalizada y de incomprensiones, conflictos e intolerancias cada vez más agudos.
Por otra parte, se hacen cada vez más perceptibles exigencias como: una relación equitativa y armónica entre los seres humanos y de unidad y armonía de cada ser humano en sí mismo; el amor y el respeto hacia la vida en todas sus manifestaciones, o, al menos, un uso reflexivo de los recursos del planeta; el que las organizaciones políticas y sociales remocen su ser y quehacer de acuerdo a su sentido y a sus res-ponsabilidades; una economía ar-monizada con la ética y una ciencia y tecnología al servicio de la huma-nidad y no sencillamente del poder; finalmente, un desarrollo humano ético, equitativo y sostenible, que implique la liberación del miedo y de la necesidad.
Indudablemente, la filosofía, y, en particular, la ética, poseen una doble misión: la crítica y la propuesta de sabiduría. Sin olvidar la primera, que es garantía de lucidez, creemos que, hoy, una de las tareas (y retos) más importantes y urgentes del filo-sofar es proponer concepciones y valores éticos y morales universales, a saber, no basados en un sistema doctrinario específico, sino en nocio-nes y principios no excluyentes y comprensibles universalmente.
¿Existirá una base segura, aunque frágil, de una nueva estima-tiva, o ciencia de los valores que sea universal? Podría tal vez ser el humanismo, este criterio antiguo y siempre nuevo para afirmar y propo-ner valores. Sin embargo, el con-cepto de humanismo se ha prestado para ser relativizado. Además, las definiciones que demos de él desde diferentes doctrinas (humanismo cristiano, renacentista, socialista, liberal, existencialista, etc.), no nos quitan del todo la inquietud que nos provoca la diferencia entre predicar, conocer y practicar el humanismo. Incluso, no es lo mismo conocer y practicar el humanismo que creer conocerlo y practicarlo, con conse-cuencias, a veces, anti-humanistas.
Otros autores mencionan, co-mo orientación básica para nuestro mundo del siglo XXI, los derechos humanos, a saber, el reconocimiento del hombre por el hombre, sin otra trascendencia que la voluntad de colocar a nuestros semejantes en la posibilidad de una vida adecuada a la dignidad de todo ser humano. Sin embargo: ¿Hay universalidad de criterios en el reconocimiento de los derechos humanos?
Hoy cabe una posición menos perpleja y más “orgánica” a propósito de la formulación de valores objeti-vamente deseables y de una ética universal. El mundo en que vivimos cambia muy rápidamente y la incóg-nita sobre los valores deseables para la sociedad actual se podría estar despejando ya, o en un futuro no lejano. Esta aldea global, con sus comunicaciones tan fáciles y efecti-vas, podría ya estar sugiriendo a la reflexión axiológica propuestas váli-das y universalmente aceptables.
Situaciones complejas, como las graves responsabilidades de la tecno-ciencia y la situación ambien-tal, han hecho que autores connota-dos hayan formulado o estén tratan-do de formular los principios de una ética universal.
Así pues, el filósofo Hans Jo-nas (1903-1993) exige una concien-cia ética aplicada a la ciencia y a la tecnología, y considera que el des-comunal poder que en la actualidad el hombre ha alcanzado sobre la naturaleza exige un principio nuevo en cuanto a su sujeto y a su objeto: el de responsabilidad. La responsa-bilidad está orientada no sólo al pre-sente sino al futuro y deberá garanti-zar la supervivencia de una humanidad no desfigurada en medio de una naturaleza que debe ser con-servada porque tiene su propio valor y finalidad. Tal responsabilidad se traduce en auto-moderación del hombre y de sus libertades actuales en aras de su supervivencia futura, finalmente, en uso responsable de su descomunal poder, superando la codicia y el deseo sin límites.
En un sentido que involucra más a fondo lo epistemológico, lo antropológico y lo cosmológico, los llamados “paradigmas emergentes”, están proponiendo valores para toda la humanidad.
Desde este terreno que, al te-ner como base una visión sistémica, presenta una perspectiva de integra-ción, E. Morin, el autor de la Teoría de la Complejidad, considera nece-sario superar la crisis de la ética más allá del nihilismo y del moralismo. Propone que el pensamiento adquie-ra la conciencia de lo complejo, lo sistémico y lo global. Propone, a nivel individual, la autoconciencia y la lucidez, que nos lleva a preocu-parnos por las motivaciones profun-das y las consecuencias futuras de nuestros actos y decisiones (“auto-ética” y “eco-ética”). Propone, además, lo que podríamos llamar un sentido de “pertenencia”: a la espe-cie humana, a la sociedad; finalmen-te, una conciencia planetaria. Todo eso lleva a una “ética de religación” que significa: comprensión, solidari-dad, compasión, respeto, inclusión, tolerancia, amor, responsabilidad y lleva a una regeneración ética de la ciencia y de la política.
Desde el paradigma holístico y hologramático y la “ecología profun-da”, se propone el sentido de perte-nencia a la tierra, a la “trama de la vida” y al universo. Se trata de una visión de re-ligación que incluye, además, el sentirse parte de la humanidad, la visión de la unidad cuerpo-alma, la paz, el respeto a la dignidad humana; una ética de la vida y la solidaridad planetaria. De estas concepciones, surge también una nueva experiencia de lo sagra-do, no institucional ni dogmática, en donde conspiran la visión sistémica de la ciencia y la espiritualidad.
Hans Küng manifiesta la ne-cesidad de una ética mundial, sin la cual, afirma, no hay orden mundial. No bastan las leyes, si una gran parte de los ciudadanos no está dispuesto a cumplirlas y, en muchos casos, tiene medios para seguir manteniendo sus intereses persona-les o de grupo. Por su parte, la co-munidad internacional se ha dotado de estructuras jurídicas transnacio-nales, y transculturales, pero, no tiene sentido un orden mundial sin talante ético obligatorio y obligante para toda la humanidad, sin una ética planetaria. (No tendría sentido que un país impusiera prohibiciones, por ejemplo en prácticas bursátiles o en manipulaciones genéticas, o en explotación ambiental, si se pudieran soslayar por la permisividad de otros países). La humanidad postmoderna no podrá resolver sus grandes pro-blemas sin objetivos, valores, ideales y concepciones comunes, para lo cual considera el autor sumamente importante el acuerdo interreligioso y entre creyentes y no creyentes, para superar el vacío de sentido y de valores, que amenaza igualmente a creyentes y no creyentes, por lo que es necesario enfrentar en común la pérdida de tradiciones e instancias orientativas. Incluso una democracia carente de consenso pre-jurídico, o sea, de valores, normas y actitudes, compartidos por la sociedad, adole-ce de falta de legitimación real y, dentro de ella, se vuelve imposible la convivencia.
Por otra parte, la visión sisté-mica de las organizaciones sociales propone que éstas adquieran la inte-ligencia de “pensar en sistemas”; su responsabilidad social y ambiental; la unión de la ética con las activida-des económicas, administrativas y de servicio; nuevos conceptos de liderazgo; formas más participativas de convivencia, de democracia y de disponibilidad de los bienes, tangi-bles e intangibles.
Por último, unas orientaciones éticas y educativas que simpatizan con el posmodernismo, o comparten la crítica a la modernidad, promue-ven, en oposición a una razón autori-taria y homogeneizadora, los valores de la tolerancia activa; el respeto a las diferencias (culturales, raciales, étnicas, religiosas, de género y de opción sexual) y, por consiguiente, la inclusividad.
Lo aquí enunciado no es to-davía un sistema ordenado de valores, pero sí representa la emer-gencia (concepto, por cierto, in-herente a la noción de los “sistemas vivos”) de intuiciones, sensibilidades, orientaciones intelectuales, que su-gieren un nuevo panorama cultural y axiológico.
Por su parte, los nuevos para-digmas aluden, en el campo intelec-tual, a una nueva manera de cono-cer: separada del racionalismo reductivista mecanicista, disciplinario y especializado y claman por un conocimiento “sistémico”, “complejo”, “holístico”, de conjuntos y no parceli-zado, inter-, multi- y trans-disciplinario adecuado a una realidad unitaria e integrada.
El problema del uso del poder
Analicemos brevemente lo que está en la base de muchas disfun-ciones de nuestra sociedad y, en particular, de nuestras instituciones públicas, responsables de tantos aspectos importantes de nuestras sociedades. Si el pueblo siente que la clase política, después de haber asumido el poder, lo abandona; si los políticos terminan en una relación viciosa de “te debo, me debes” con incondicionales y serviles; si los pre-supuestos para bienestar social y obras públicas no se ejecutan; si las concesiones se otorgan a contrapelo del interés de la sociedad; si se gas-ta más inteligencia para desvirtuar las normas que en las funciones propias del cargo y todo esto es demasiado frecuente y generaliza-do, hay alguna traba, error concep-tual o problema. Problema que no se sitúa solo en los altos rangos de la política o de las instituciones, sino a nivel de todos los rangos y funcio-nes; de los poderes del Estado; de los municipios, de los líderes comu-nitarios y vecinales; de los mandos medios y funcionarios “rasos”; final-mente de los miembros de la ciuda-danía: ofreciendo y aceptando comi-siones y mordidas; haciendo su trabajo sin diligencia ni eficacia; atendiendo a los usuarios con displi-cencia y poca competencia; o es-cudándose detrás del “no” y “no se puede” por agresividad pasiva (el poder de la impotencia); intercam-biando favores indebidos; disimulan-do las malas actuaciones ajenas con el pacto tácito que los otros disimu-len las mías. La razón de ser de poderes del Estado, ministerios, centros educativos, municipalidades, centros de salud, etc., se desvirtúa y se burlan las reglas del juego, en lugar de aplicar el “fair play”. Los ejemplos podrían constituir una lista larga y prácticamente infinita.
El problema abarca todos los rangos de la sociedad, las funciones y las clases sociales e impregna profundamente el tejido y las estruc-turas de la sociedad.
El problema en la base es de uso del poder, ese poder grande o mínimo, pero que se ejerce hasta donde llega el deseo, sin filtrarlo a través de principios éticos y morales, sin saber, o sin pensar, que el usar el poder a todo lo ancho de nuestra voluntad, nos conduce directo a des-truir el contrato social y nuestra con-dición de ciudadanos.
Además de político, por tener que ver con quien legisla, manda y juzga dentro de la sociedad, y con quien representa la soberanía del pueblo (a veces confundiendo su función con la de un “reyezuelo”), el problema del poder es social, en cuanto que tiene que ver con su pertenencia, función y uso dentro de la sociedad. Es cultural en cuanto que, en nuestras sociedades, tiene que ver con la cultura, difusa, de considerarse más allá, por encima o por debajo de las normas, con el propósito, confesado o no, de evadir-las. Es, por último, moral, al tener que ver con las intenciones, los valo-res, la inteligencia, la voluntad y la libertad propios de las personas. Por mucho tiempo se ha hablado de clases, estructuras y sociedades como si fuesen los únicos sujetos éticos. Hoy redescubrimos la impor-tancia y protagonismo de las perso-nas en la concreción de los valores.
¿Qué es el poder?
Más allá de una realidad polí-tica, social cultural e incluso, moral, el poder es una realidad antropológi-ca, a saber, algo que tiene que ver con nuestra misma constitución de seres humanos. En este sentido, tiene un carácter universal y es una expresión inmediata de la existencia humana. Algunos filósofos modernos hablaban del “conatus vitae”, a sa-ber, el esfuerzo para seguir existien-do y ser y tener más.
Escribe Romano Guardini (1963, pp. 32-34):
“Es manifiesto que toda ac-ción, toda creación, toda po-sesión y todo goce producen inmediatamente el sentimiento de tener poder. Lo mismo ocu-rre con todos los actos vitales. (…) También podemos afirmar esto mismo con respecto al conocimiento. (…) El que co-noce experimenta como ‘se apodera de la verdad’, y esto se transforma a su vez en el sentimiento de ‘ser dueño de la verdad’.(...) La sumisión a la verdad se transforma aquí en un sentimiento de dominio so-bre ella, en una especie de le-gislación espiritual. (…) Todo acto, todo estado e incluso el simple hecho de vivir, de exis-tir, está directa o indirectamen-te unido con la conciencia del ejercicio y del goce del poder”.
Así como en su forma positiva el ejercicio y el goce del poder se convierten en “empoderamiento”, a saber, en conciencia de disponer de sí mismo y de tener fuerzas, iniciati-va, autoestima; en su aspecto nega-tivo se convierten en soberbia, sumi-sión del otro, desprecio de las normas, vanidad, etc.
Por sí mismo el poder no es ni bueno ni malo. Sólo adquiere sentido por la decisión de quien lo usa, de modo, que, por la libertad humana, puede estar al origen de cosas bue-nas y positivas o malas y destructi-vas. Hablamos de la libertad perso-nal en el modo de usar el poder; sin embargo, estamos conscientes que, con frecuencia, el ejercicio del poder se hace anónimo; organizaciones estatales, económicas, financieras, burocráticas, tecno-científicas, fenómenos de cultura de masas, etc. tienden, a veces, a suprimir el carác-ter de responsabilidad y desligar el ejercicio del poder de la persona. Normalmente, el poder así desper-sonalizado es causa de efectos alie-nantes y desastrosos.
Poder y responsabilidad
Coincidimos con autores como R. Guardini, H. Jonas, y H. Küng que el problema fundamental de la época actual, con respecto al poder huma-no, sea este personal, social o colec-tivo, no es el de su aumento, sino el de su dominio y del ejercicio moral de éste. Escribe Guardini:
“El sentido central de nuestra época consistirá en ordenar el poder de tal forma que el hombre, al usarlo, pueda se-guir existiendo como tal” (1963, p.17).
Por su parte, Jonas, como se ha visto, establece los fundamentos de una nueva ética, la de la respon-sabilidad, necesaria ante los alcan-ces y las implicaciones del poder humano sobre la naturaleza y sobre sí mismo. También Hans Küng con-sidera que la máxima para la ética del tercer milenio es la responsabili-dad y una responsabilidad planeta-ria. El autor considera que, en com-paración con la de responsabilidad, es insuficiente una ética de intencio-nes, porque no se preocupa por las consecuencias de las acciones; ig-nora la complejidad de las situacio-nes históricas, así como la compleji-dad de las estructuras sociales y las relaciones de poder. Hoy en día, la ética vuelve a ser un asunto público, porque es asunto público el bien y la supervivencia de la humanidad.
Aquí nosotros, al enfatizar el vínculo entre el poder y la responsa-bilidad, no estamos pensando en posibilidades apocalípticas como una hecatombe atómica, o una catástrofe medio-ambiental o huma-na, sino, en la sobrevivencia de nuestra convivencia social y política, amenazada por la corrupción y la inclinación infractora de las normas, o por la indiferencia, que trata las manifestaciones desviadas del poder como hechos irresistibles. No visua-lizamos una apocalipsis, pero esta-mos seguros que las amenazas al contrato social producidas por la irresponsabilidad en el uso del poder y la ingobernabilidad derivada, son tan graves en sus consecuencias, que bien justifican una “heurística del temor”, como diría H.Jonas.
Considera Guardini que la época moderna, que tanto ha acre-centado el poder humano en lo pro-ductivo, lo económico, lo científico, lo social y lo político, lo ha hecho con mala conciencia y no ha desarrolla-do un ethos del poder y del dominio.
Ahora bien, nosotros podría-mos formular la pregunta ¿En qué consiste un ethos del poder? y tratar de responderla.
Un ethos del poder tiene que ver con los valores con que se lo ejerce, que podrían ser:
Hoy más que nunca sabemos que todos los aspectos del mundo están en manos de la libertad y el poder humano. Por ello sentimos responsabilidad por ellos. Y también amor. Un amor especial determinado por el hecho de que el mundo y to-das las existencias finitas se encuen-tran amenazados.
Nos vemos conducidos a re-tomar un antiguo concepto cristiano y también de otras elevadas tradi-ciones morales: el ejercicio de la autoridad y del poder no como domi-nación, sino como servicio, lo que implica valores como la generosidad, la nobleza, la magnanimidad.
Entre las virtudes de quien gobierna o decide debería encon-trarse la prudencia, virtud que Aristó-teles ya definía como la cuidadosa operación de encontrar los medios adecuados para los fines. Relacio-nado con el ethos del poder está también el sentido de la dignidad propia y ajena, el no estar dispuesto a dejarse manejar por el poder, ni a manipular a los demás (el no ser ni amo, ni esclavo, de rousseauniana memoria), pero, sí saber mandar y obedecer, cuando está salva la dig-nidad de las personas y cuando hay un fin objetivo (por ejemplo, ligado con las tareas y los deberes propios de una organización) que hay que cumplir. El que manda por servicio sabe que no hay dominio alguno que no implique al mismo tiempo el do-minio de sí mismo; y no hay tal do-minio de sí que no suponga un auto-conocimiento (“Conócete a si mismo”, como decía la antigua sabi-duría griega plasmada en el templo de Delfos).
La empatía, como disposición y capacidad de escuchar con sensi-bilidad al otro, poniéndose en su lugar y satisfacer sus necesidades objetivas está también relacionada con el estilo de poder del que esta-mos hablando. Tal estilo implica, al mismo tiempo, fortaleza y compasión y repudia la violencia, la brutalidad y la humillación del otro, que se origi-nan en la inseguridad personal y pobreza de corazón.
“La fuerza de que nosotros hablamos – escribe R. Guar-dini (op. cit., p. 129) procede del espíritu, de la libre dona-ción del corazón; por este mo-tivo, de esta fuerza puede bro-tar todo lo que llamamos respeto, audacia, bondad, ter-nura, intimidad”.
El manejar, resolver y prevenir los conflictos que con tanta frecuen-cia se presentan en nuestras organi-zaciones, y ,en general, en nuestras relaciones humanas, tendría una base positiva en la vivencia de los valores mencionados y relacionados con el uso del poder, en la conside-ración que los conflictos constituyen una energía y que en nosotros está o bien avivarlos, o bien encauzarlos hacia la paz y la justicia, con creati-vidad y capacidad de diálogo.
La responsabilidad social
de las organizaciones
Una vez concluido lo anterior, mucho mal se podría evitar y mucho bien se podría hacer mediante un uso responsable del poder, vamos a reflexionar sobre cómo las organiza-ciones, en cuanto a sujetos colecti-vos, pueden ser éticas y socialmente responsables, si se enfocan al servi-cio de la sociedad mediante un com-promiso cada vez más coherente y sólido.
En medio de una visión de la realidad conformada de conjuntos interrelacionados y complejos, de causalidades no lineales y de energ-ías que se influyen recíprocamente; en una concepción cognitiva en que el sujeto es también parte del objeto, un gobierno auténtico, o una admi-nistración eficaz, tendrá que tomar en cuenta tal complejidad para po-der hacerse responsable de la reali-dad en cualquiera de sus aspectos.
Además, la realidad es plásti-ca y cambiante y, en nuestros días, los cambios son cada vez más rápi-dos y también imprevisibles. Por esto, la adaptación al cambio, es una actitud, al mismo tiempo, de flexibili-dad, aprendizaje y creatividad (“li-derar el cambio”), es lo que se re-quiere al ser humano de hoy, en la vida personal y en el trabajo y consti-tuye parte de lo que se llama “nueva cultura organizacional”.
El concepto de “organización” usado por importantes teóricos y maestros del mundo administrativo, como Peter Drucker y Peter Senge, tiene, sobre todo en el segundo, una concepción sistémica como trans-fondo, mientras que, ambos, relacio-nan organización con aprendizaje (“las organizaciones que aprenden”, de P. Senge) y con “la era del cono-cimiento” (P. Drucker).
En los años setenta se aborda sistemáticamente el análisis sobre la responsabilidad social de las empre-sas y sobre la gestión como profe-sión. Las preocupaciones por las consecuencias sociales de las ac-tuaciones empresariales llevaron a formular el concepto de Responsabi-lidad Social de la Empresa, RSE. Muy importante es el paso, que se dio, de la persona a la organización como sujeto de responsabilidad. Este cambio se hace desde el su-puesto de que existe un contrato social implícito entre la sociedad y la empresa u organización. Los años setenta fueron un período de expan-sión de la reflexión sobre las obliga-ciones de las empresas hacia los diversos grupos sociales, lo mismo que sobre la relación entre el desa-rrollo humano y el crecimiento económico.
Como escribe Ronald Wood-bridge (La Responsabilidad Social de las Empresas, inédito, 2005), ciertamente, hacia finales de los años setenta e inicios de los ochen-ta, aparecieron nuevas perspectivas y preocupaciones que fueron conso-lidando la ética empresarial como especialidad disciplinaria. A partir de entonces, la producción académica comenzó a crecer y a sistematizarse formalmente. En cuanto a publica-ciones, aparece, en 1981, Business and Professional Ethics Journal, editada por el Centre for Applied Ethics de la Universidad de Florida; en 1982 el Journal of Business Ethics que ha llegado a ser la revista especializada de referencia en el campo de la ética empresarial; y en 1991, la Business Ethics Quarterly editada por la Society for Business Ethics. Como se puede observar, en la década de los ochenta el movi-miento fuerte de la ética empresarial se dio en los Estados Unidos de América. En Europa se dio el debate sobre los valores empresariales de-bido a la crisis de las ideologías al final de la década de los ochenta, y parece que el interés por la empresa y sus valores vino a ocupar el lugar que dejaron vacío las ideologías. En 1987 se creó en Europa la European Business Ethics Group, con la inten-ción de potenciar las relaciones entre el mundo académico y el em-presarial y de propiciar, tanto publi-caciones como la creación de redes en diversos países: Inglaterra, Italia, Francia, Alemania, Holanda, entre otros. Aparecieron las revistas Etica degli affari e delle professioni en 1987 y Business Ethics. A European Review, editada por la London Busi-ness School en 1992. En los prime-ros años del siglo XXI, los escánda-los financieros de grandes corporaciones han mostrado la gra-vedad de una gestión sin valores éticos, lo que ha producido un ma-yor interés por el cultivo de valores éticos en el mundo empresarial.
Actualmente la ética empresa-rial se mira como un puente hacia el futuro de la organización, vivida como una cultura donde todos sus miembros encuentran un sentido a la vida y al trabajo, frente a los de-safíos globales. También se mira como una respuesta a las condicio-nes cambiantes del mundo de hoy, y al problema de como combinar la eficiencia económica con las liberta-des y garantías individuales, la equi-dad social y el respeto por los valo-res humanos.
La ética no sólo es aplicación de las normas y valores morales como la honestidad, la justicia, la transparencia, el respeto, sino que también actúa como herramienta para superar las barreras que impi-den la comunicación y aplicación de los mismos. La ética empresarial implica que la empresa cumpla por medio de códigos morales con los requerimientos legales, y que el per-sonal se adhiera a las normas y re-gulaciones internas, tanto como re-querimiento de la organización, como por convencimiento de que la vida empresarial con conciencia de valores y con un clima ético idóneo es la mejor inversión para un verda-dero desarrollo empresarial. Los valores éticos de la empresa (u or-ganización) son complementarios a los establecidos por la ley; dentro de la empresa, sobrepasan la normativa legal; surgen de principios y regula-ciones que han sido codificados y aprendidos voluntariamente, por medio de la comunicación humana y el consenso, y señalan la forma de comportarse de colaboradores, pro-veedores, accionistas, gerencia, en los diferentes escenarios donde van a actuar. La ética de la empresa es una herramienta de manejo geren-cial que contribuye al mejoramiento de la competitividad, como asimismo de las condiciones de vida de los grupos de interés que interactúan con ella, tales como clientes, pro-veedores, empleados, miembros de la sociedad, favoreciendo así la construcción de una empresa com-prometida con el bien común, la probidad y la transparencia y, por lo tanto, generadora del bienestar pro-pio y de la sociedad.
En realidad, nosotros usamos una aplicación y una extensión, para las instituciones públicas, de concep-tos y principios que fueron forjados para las empresas a partir de los años setenta e inicio de los ochenta, con alguna adaptación de términos, por ejemplo: “organización” y no “institución”, ni “empresa”; “excelen-cia”, en lugar de “competitividad”; “usuario”, en lugar de “cliente” (a propósito de una cultura de “servicio al cliente”); “contribuyente” en lugar de “accionista”. Incluso, la extensión del tema de la ética organizacional a las instituciones públicas, de algún modo resuelve el problema de cierta dificultad y necesidad de mediación que pudiera sentirse al querer rela-cionar ética y lucro. En las institucio-nes públicas hay menos peligro, que el definirlas como “éticas”, pudiera sonar ideológico y legitimador del sistema capitalista, al ser vista la ética empresarial (y sí lo ha sido) como el nuevo “opio del pueblo”.
La ética de las instituciones es una necesidad sentida para un desarrollo sostenible y para el forta-lecimiento de la democracia, el res-peto por el ser humano y la utiliza-ción óptima de los recursos públicos en la misión propia de cada una de las instituciones. La práctica ética no constituye sólo una ventaja com-petitiva para las empresas, sino también una legitimación de las insti-tuciones públicas en una era de pri-vatización. La práctica ética y la res-ponsabilidad institucional inciden positivamente también sobre el am-biente interno de trabajo, sobre todo al practicar criterios de responsabili-dad hacia los empleados y entre ellos: motivación, empoderamiento, comunicación, prevención y resolu-ción alterna de conflictos.
Como decíamos arriba, pa-rece natural vincular institucionalidad pública y bien común. Ahora bien, al esbozar una ética de bien común para las organizaciones públicas, mencionaríamos los siguientes valo-res: Transparencia, Rendición de cuentas, Responsabilidad; Pruden-cia; Humanismo, Objetividad, Mate-rialidad, Calidad en los servicios, Moralidad.
Mientras que la Transparencia y la Rendición de cuentas, como asimismo la Prudencia o la Precau-ción en la utilización de los bienes públicos, son virtudes que se practi-can fundamentalmente de cara a la sociedad, la Responsabilidad es, de alguna manera, de doble vía, en cuanto que las organizaciones así como hoy se las entiende, son res-ponsables del desarrollo personal de sus miembros, tanto como del desa-rrollo económico-social y cultural de las sociedades donde operan, y de su sustentabilidad. Entendemos por Humanismo la vivencia cotidiana del respeto hacia la dignidad del ser humano y su característica de fin y nunca de medio, cualquiera que sea su condición. Un aspecto particular del humanismo, y también de la nueva cultura organizacional, es la atención puesta en el usuario (clien-te), tanto externo como interno, y en el ofrecerle un servicio de calidad. Recordemos que el cliente interno de una organización es representado por las personas o departamentos de la misma, cuyo trabajo y desem-peño depende del servicio de otros de la misma organización. Definire-mos la ‘Objetividad’ a partir de la exigencia que cada organización encarne valores y respete derechos de acuerdo con la especificidad de su actividad y sus bienes internos. También relacionaremos la Objetivi-dad con la alineación de quienes trabajan en la organización con su misión, sus valores y sus metas compartidas. Desde el punto de vista de los integrantes de la organiza-ción, Objetividad es comprender que su trabajo es importante, ya que contribuye al bienestar social. La ‘Materialidad’ se refiere a la necesi-dad que los principios éticos no se reduzcan a letra muerta o a retórica, y más bien se materialicen en la experiencia de todos los días y ten-gan una incidencia civil. La Calidad de los servicios es otra noción multi-direccional, ya que, a parte los indi-cadores de calidad total en lo es-pecífico de cada institución, asegura: el uso adecuado de la información para la toma de decisiones; buena administración de los recursos dis-ponibles; dedicación y entrega de los servidores; excelencia en relaciones humanas y en comunicación, intra y extra-institucionales; información transparente. Por último, la ‘morali-dad’ es la vivencia de valores de parte de cada persona, ya que, tanto en una visión personalista, como en una sistémica, no hay cambios y mejoras en la totalidad, sin que los haya en las personas.
Para vivir estos valores, las organizaciones requieren formar cultura y visión de largo plazo, pero la consecuencia es grandiosa: con-tribuyen a producir ciudadanos como miembros leales de una comunidad en cuyas instituciones confían, como se verá, al hablar de ciudadanía y ética pública.
3. “La Nación”, 15-11-2008, p. 8ª.
En cuanto a los destinatarios, de la responsabilidad social orga-nizacional de las instituciones públicas, mencionaremos todas las partes sociales y el entorno involu-crados (stackeholders), a saber:
los contribuyentes; los usua-rios; los servidores (emplea-dos); los proveedores; el en-torno social; el medioambiente (cfr. K. Blanchard-M O’Connor, Dirección por valores, Barce-lona, Ed. Gestión 2000, 1997).
Ética pública, ciudadanía
y democracia
Introduciremos este apartado conclusivo reflexionando sobre una noticia aparecida en nuestros días en nuestro principal matutino: “Res-paldo a democracia pierde terreno en el país”.3 Sobre la base de datos de opinión, el Latinobarómetro, con-cluyó que en el país hay una pérdida porcentual de confianza en la demo-cracia con respecto a otros de Amé-rica Latina. Interesantes son las per-cepciones de los encuestados, que en democracia las desigualdades no mejoran y que tampoco mejoran la solución de problemas como sumi-nistro de agua potable, salud, edu-cación, control de precio de alimen-tos, razón por la cual más ciudadanos estarían dispuestos a aceptar un gobierno autoritario con tal que los resolviera.
Nada más quisimos mencionar un dato sintomático para señalar que los valores éticos de las instituciones públicas, aquellos que mencionamos como transparencia, rendición de cuentas, uso eficaz de recursos, humanismo, calidad de los servicios, etc., tienen una profunda incidencia civil, en la creación de ciudadanos como miembros leales de una co-munidad en cuyas instituciones conf-ían. El nivel ético de las instituciones públicas y de sus responsables, influye profundamente en la ética ciudadana y en su apego a los valo-res democráticos.
Desde un punto de vista jurídi-co, la ciudadanía es la condición de los nacionales de un Estado, que gozan de los habituales derechos civiles y políticos. Sin embargo, si extendemos este concepto al ámbito político (que es donde finalmente surgió, por obra del contractualismo moderno), tenemos que hacer refe-rencia a un ejercicio pleno de dere-chos y deberes, garantizado eficaz-mente por los poderes públicos y hecho posible por una condición de equidad socio-económica y educati-va. Es muy difícil el ejercicio real y concreto de la ciudadanía en situa-ciones de autoritarismo, de discrimi-nación, o cuando la brecha social es demasiado marcada, o el acceso a bienes y servicios fundamentales (alimentos, salud, agua potable, educación, información, seguridad, etc.) se hace demasiado difícil para demasiados ciudadanos.
Parece, muchas veces, que las situaciones reales de los ciuda-danos van a contrapelo con una exigencia, que se va abriendo cami-no, de una democracia más parti-cipativa, y que, si no es satisfecha con mecanismos establecidos de consulta, diálogo, control y partici-pación ciudadana, puede degenerar en manifestaciones inconsultas y violentas.
Una democracia participativa se manifiesta a través de una ciuda-danía corresponsable de diagnósti-cos de la realidad, decisiones tras-cendentales, solución de problemas nacionales y locales y vigilante del puntual cumplimiento de la clase política y, en general de la adminis-tración de bienes y servicios a los cuales contribuye económicamente. Estamos hablando de una “sociedad civil” interlocutora del Estado.
En este contexto, si por un la-do, en la sociedad postcapitalista, las organizaciones son llamadas a ser “sistemas de valores” y a consti-tuir una cultura corporativa en que el individuo pueda sentirse integrado (v. Cortina, Adela, 2000, p.37), la ciudadanía, por su parte, para ejer-cer con responsabilidad sus dere-chos y deberes, deberá también hacerse acreedora a una ética “cívi-ca” o “ciudadana”. Es esta una ética derivada del contrato social moder-no, teorizado desde finales del siglo XVII por Locke y Spinoza, y que convirtió los súbditos en ciudadanos. Ética que supone los valores de libertad, igualdad, solidaridad (trans-formación socialista, según la autora citada, del valor de la “fraternidad”). A éstos, se agregan valores muy de nuestros días, como la autonomía, a saber, el concepto, kantiano y cons-tructivista, de que la norma no surge del pensar por encargo, sino de la propia conciencia; la tolerancia acti-va, la inclusividad, la actitud de diá-logo, la conciencia, muy viva, de los derechos propios y del deber de respetar los ajenos.
¿"Ética de Mínimos"? (A. Cor-tina, 2000, p. 38), sí, en la medida que se compartan las preocupacio-nes, propias de la autora, por un Estado laico y pluralista, y no, en la medida en que los valores indicados son, no impuestos, sino, vividos por personas, de las que se espera que, en las diversas experiencias y cir-cunstancias, los enriquezcan de la mayor profundidad humana de que sean capaces.
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