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La función pública

José Alberto Bonifacio** en el buen gobierno*

ABORDA EL TEMA MANIFESTANDO QUE EL BUEN GOBIERNO BUSCA EL INTERÉS GENERAL, LA EQUIDAD, LA PARTICIPACIÓN CIUDADANA, RESPETA LOS DERECHOS HUMANOS Y EL ESTADO DE DERECHO. LA FALTA DE CREDIBILIDAD DE LA CIUDADANÍA EN EL GOBIERNO, ES UNA PROBLEMÁTICA QUE HAY QUE SUPERAR.

PALABRAS CLAVES: BUEN GOBIERNO / EQUIDAD / PARTICIPACIÓN CIUDADANA / DERECHOS HUMANOS / ESTADO / CIUDADANÍA

La reflexión sobre el papel que le cabe 1 a la función pública en el buen gobierno, encuentra en la Carta Iberoamericana de la Función Pública, CIFP, una contribución que permite enriquecer las perspectivas del análisis.

El Preámbulo de la CIFP sostiene que para la consecución de un mejor Estado, instrumento indis-pensable para el desarrollo de los países, la profesionalización de la función pública es una condición necesaria. Al exponer los alcances de la profesionalización, precisa su definición en un conjunto de requi-sitos que califican a los servidores públicos: deben poseer los atributos del mérito, la capacidad, la vocación de servicio, la eficacia en el desem-peño de su función, la responsa-bilidad, la honestidad y la adhesión a los principios y valores de la democracia.1

* Documento presentado en el XIII Foro de la Función Pública del Istmo Centro-americano, Panamá y República Domi-nicana: “Globalización, Buen Gobierno y Función Pública”, realizado del 27 al 29 de setiembre del 2006, en Guatemala, República de Guatemala, y organizado por el Instituto Centroamericano de Administración Pública, ICAP, y la Oficina Nacional de Servicio Civil, ONSEC, de la Presidencia de la Repú-blica de Guatemala.

** Director del Sistema Nacional de Capacitación del Instituto Nacional de Administración Pública de Argentina.

Recibido: 11 de setiembre del 2006.

Aceptado: 15 de noviembre del 2006.

1. La Carta entiende la expresión “función pública” como equivalente a “servicio civil”, dejando expresamente excluidos de ella los cargos de naturaleza política.

2. Ver Carta Iberoamericana de la Función Pública (2003), Preámbulo. Estos argumentos pueden encontrarse en los trabajos de Rauch y Evans (2000) y Carlson y Payne (2002).

3. Ver al respecto, la evaluación que se pre-senta en el documento de Longo (2005a) y Banco Interamericano de Desarrollo, BID, (2006).

4. Así lo entiende Conde Martínez (2004), que citando a Hyden y Court (2002: 16 y ss.) distingue cuatro consideraciones sobre la gobernanza: i) la ciencia de la admi-nistración, que constata la erosión de fronteras entre lo público y lo privado en la conducción de los asuntos públicos, y subraya como cualidades de una buena gobernanza a la transparencia, la parti-cipación, la responsabilidad, etc.; ii) las relaciones internacionales, que enfatiza las teorías de la interdependencia y la existencia de regímenes internacionales estables dentro de los que los Estados asumen obligaciones y normas mutuas; iii) la política comparada, que la centra en los procesos de transición política o democratización, interesada en la legiti-mación de las instituciones del Estado y de los procesos decisorios y de políticas públicas y, iv) las agencias internacionales de desarrollo, que parten de un concepto genérico de gobernanza, como el modo en el que la actividad política puede conducir el funcionamiento de las sociedades.

5. Diccionario de la Lengua Española de la Real Academia.
6. Stoker cita a Kooiman y Van Vliet, (1993; p.64), quienes sostienen que: "El concepto de 'buen gobierno' apunta a la creación de una estructura o un orden que no se puede imponer desde el exterior, sino que es resultado de la interacción de una multiplicidad de agentes dotados de autoridad, y que influyen unos en otros".

7. Las citas corresponden a Esteve (2005).

8. Graña, op. cit., pp. 33-34, siguiendo a Alcántara (1998).

9. Dice que “será aplicable a los Presidentes de República, Vicepresidentes, Presidentes de Gobierno o de Consejo de Ministros, Primeros Ministros, Jefes de Gabinete de Ministros, Ministros, Secretarios de Estado o equivalentes, y, en general, todos los altos cargos del Poder Ejecutivo, tales como viceministros, subsecretarios, directores de entes públicos o directores generales.”

10. Con base en datos, índices y conclusiones de un estudio de diagnóstico institucional del servicio civil realizado en dieciocho países de la región. (Iacoviello (2005).

11. http://www.iadb.org/res/ipes/2006/ search.htm

12. Los autores advierten que aunque se basa en estudios de casos cualitativos de los sistemas de servicio civil de la región, la categorización (y los ejemplos de los países) no es precisa, y se realiza únicamente con fines ilustrativos.

13. Organizado por el Centro Latinoame-ricano de Administración para el Desarrollo, CLAD, y la División de Administración Pública y Gestión para el Desarrollo del Departamento de Asuntos Económicos y Sociales de la Organi-zación de las Naciones Unidas (UNDESA), con el apoyo del Gobierno de México, el "Foro Iberoamericano: Revitalización de la Administración Pública. Estrategias para la Implemen-tación de la Carta Iberoamericana de la Función Pública", se realizó el 4 y 5 de mayo del 2005, en ciudad de México. http://www.clad.org.ve

14. Longo afirma que, por razones propias de la cultura social y política de América Latina, existe una tendencia a identificar las reformas con las leyes que pretenden implantarlas, y que muchas veces no son aplicadas o se tergiversan, y es vasta la literatura que avala la afirmación (Longo, 2005:22).

15. Declaración Final del Foro Iberoame-ricano: Revitalización de la Adminis-tración Pública. Estrategias para la Implantación de la Carta Iberoamericana de la Función Pública.

16. Así entendida, la responsabilidad incluye la responsabilización (accountability), que consiste más precisamente en responder por un compromiso que ha sido aceptado por un mandante, superior o principal.

17. Julio César Fernández Toro, Secretario General del CLAD, Presentación del Foro.

18. Así lo expresa Horn, citado por Prats (1999).

Si se nos permite, al menos provisoriamente, entender que el concepto “mejor Estado” es una expresión posible del “buen gobierno”, lo que sostiene la CIFP es que este resulta de la profesio-nalización de la función pública. El argumento de esta proposición se encuentra en diversos estudios que registran evidencias sobre una relación positiva, entre la existencia de sistemas de función pública o servicio civil, investidos de atributos como los citados, y los niveles de confianza de los ciudadanos en la administración pública, la eficacia gubernamental y la lucha contra la corrupción, y la capacidad de crecimiento económico sustentable de los países; además, que una administración profesional contribuye al fortalecimiento institucional de los países y a la solidez del sistema democrático. 2

Ahora bien, no obstante la evidencia que habla del valor de la profesionalización 3 de la función pública como factor importante en la promoción del desarrollo, de la necesidad de adoptar políticas públicas que tiendan a fortalecerla y consolidarla, la cuestión no está exenta de dificultades, como lo demuestra el hecho de que distintos analistas consideran que son limitados.3

En cuanto al “buen gobierno”, desde el sentido común estaríamos plenamente de acuerdo con que nuestras sociedades posean una gobernación con esa cualidad, al dar por supuesto que el mismo respon-dería a las expectativas de la ciudadanía, mejorando el bienestar general por medio de un desarrollo sustentable, el progreso en la reducción de la pobreza y la desi-gualdad, la inclusión social en la educación, la salud, la vivienda, y una democracia consolidada, partici-pativa y con calidad institucional, entre otro bienes públicos.

Tampoco en este caso los resultados de la actuación del gobierno tendría resultados satis-factorios, cuando la pobreza afecta a 225 millones de latinoamericanos, de los que 100 millones son indigentes, a lo que se suma que si lograra crecer en los siguientes doce años al promedio de los cinco mejores años de los noventas, solo nueve naciones alcanzarían la meta del milenio de reducción de pobreza a la mitad, en el 2015, según la Comisión Económica para América Latina y el Caribe, CEPAL.

Por ello en nuestra región, por cierto, no exclusivamente, se percibe que la gobernabilidad se deteriora con la caída de las expectativas, en la capacidad de la democracia de dar respuesta a las demandas de los ciudadanos. La falta de credibilidad en la política como medio condu-cente para una acción ciudadana efectiva, al tiempo que debilita al sistema político, resta margen de acción a la ciudadanía. (Bonifacio, 2003:4). Además, como destaca Bauman (2003:175-178), los pará-metros más decisivos de la condición humana surgen ahora de áreas fuera del alcance de las instituciones del Estado-nación y los poderes, que presiden sobre la preservación y el cambio de esas condiciones son cada vez más globalizados, mientras que los instrumentos de control e influencia de los ciudadanos siguen confinados al ámbito local (la globalización del capital, las finanzas y la información); en ese espacio no hay instituciones que se parezcan a los vehículos desarrollados por el Estado republicano, para posibilitar la participación y la acción política eficaz de los ciudadanos, con lo que se anula la ciudadanía.

En ese marco de la comple-jidad creciente de los problemas sociales, la emergencia protagónica de nuevos actores y la realidad de un mundo globalizado, surgen diferentes perspectivas sobre la gobernanza, que van desde consi-derarla un nuevo paradigma para la gobernación moderna en tiempos de globalización, hasta una concepción ideológica que relativiza o cuestiona el papel del Estado en la vida social.

En todo caso, existen argu-mentos que hacen plausible el esfuerzo por sopesar los alcances de este concepto y su valor explicativo. ¿El progreso económico, social y político alcanzado por algunos países, podría explicarse como resultado de haber creado algunas condiciones basadas en los principios que se reconocen como constitutivos del “buen gobierno”? Y si así fuera, ¿estos principios podrían ser reproducidos en otras sociedades para alcanzar resultados similares? ¿Los supuestos en los que se basa la gobernanza, están presentes en nuestros países?

Claro que las mismas interro-gantes podrían ser dirigidas al papel de la función pública profesional: ¿es posible establecer una serie de principios aplicables a la función pública de distintos países para mejorar el desempeño guberna-mental?; ¿es suficiente la evidencia para sostener que entre ella y el desarrollo existe una relación necesaria?; los supuestos de una función pública profesional, ¿están presentes en nuestros países?

La reflexión sobre la función pública en el buen gobierno requiere de un acuerdo sobre el alcance de los conceptos implicados, y las realidades a partir de las que se desarrollan, porque como bien dice Renate Mayntz (2000) al referirse a la gobernanza, la distinción de los significados no solo es importante para evitar equívocos y malenten-didos, sino porque una variación semántica generalmente refleja un cambio de percepción, refleje o no a su vez este último los cambios en la realidad.

Del buen gobierno

o gobernanza

El concepto del buen gobierno, governance o gobernanza se ha convertido en un campo de estudio de varias disciplinas, las que han elaborado teorías y enfoques para su análisis, y aunque coexisten definiciones diferentes sobre sus alcances y significado, distintos autores coinciden en que no deben considerarse excluyentes, sino complementarias. 4 En general, la mayor parte de los enfoques concurren a marcar una diferencia entre la gobernanza, y el alcance que la teoría política tradicional otorga al gobierno, el que remite principalmente a las instituciones oficiales del Estado y su monopolio del poder coercitivo legítimo, y se lo caracteriza por su capacidad de adoptar decisiones y de hacer que se cumplan mediante procesos oficiales e institucionales que inter-vienen en el plano del Estado nacional, para mantener el orden público y facilitar la acción colectiva. (Stoker: 1998; Mayntz: 2000).

En español, la gobernanza se define como el “arte o manera de gobernar, que se propone como objetivo, el logro de un desarrollo económico, social e institucional duradero, promoviendo un sano equilibrio entre el Estado, la socie-dad civil y el mercado de la economía”.5

Stoker (1998) sostiene que si bien el "buen gobierno" se usa de distintas maneras y tiene varios significados, hay un acuerdo básico acerca de que se refiere a la puesta en práctica de estilos de gobernar, en los que han perdido nitidez los límites entre los sectores público y privado. Así la esencia del "buen gobierno" es la importancia primor-dial que atribuye a los mecanismos de gobierno que no se basan en el recurso a las autoridades ni en las sanciones decididas por éstas.6 En su opinión la bibliografía es ecléc-tica, y reseña significados que le son atribuidos: el empeño en instaurar un gobierno eficiente, y que debe rendir cuentas (Banco Mundial, BM); la posibilidad de contratar, delegar e implantar nuevas modalidades de regulación (Osborne y Gaebler); una forma aceptable de presentar la reducción de gastos, o bien indicar una disminución de la intervención de las autoridades. Para el autor tiene un sentido más lato, y consiste en reconocer la interdependencia de los sectores público, privado y voluntario, poniendo en entredicho muchos de los supuestos de la administración pública tradicional.

Para Querol (2002) la gober-nanza puede definirse como un sistema de reglas formales e informales (normas, procedimientos, costumbres, etc.), que establecen las pautas de interacción entre actores en el proceso de toma de decisión, considerando actores relevantes, tanto a los poderes públicos como a los actores sociales y económicos. 5

Blanco y Gomá, consideran que la gobernanza o gobierno en red, significa el reconocimiento de la complejidad como elemento intrín-seco del proceso político; un sistema de participación y colaboración de actores plurales en el marco de redes plurales, y una nueva posición de los poderes públicos en los procesos de gobierno, que demanda la adopción de nuevos roles e instrumentos. Para Prats, un sistema social tiene gobernanza cuando está estructurado socio-políticamente, de modo tal, que todos los actores estratégicos se interrelacionan para tomar decisiones colectivas, y resolver sus conflictos conforme a un sistema de reglas y procedimientos formales e informales, dentro del cual formulan sus expectativas y estrategias.7

La Comisión de las Comu-nidades Europeas identificó la reforma de la gobernanza como uno de sus cuatro objetivos estratégicos a principios del 2000, y el Libro Blanco sobre la Gobernanza Euro-pea propone abrir el proceso de elaboración de las políticas de la Unión Europea, UE, con el propósito de asociar a un mayor número de personas y organizaciones en su formulación y aplicación, lo que se traducirá en una mayor transpa-rencia y responsabilización de todos los participantes.

De acuerdo con Stoker (1998), son características del “buen gobierno”:

Poner en tela de juicio supues-tos tradicionales que entien-den al gobierno como si fuera “independiente” de fuerzas sociales más amplias, y su legitimidad no viene dada, sino que resulta del reconocimiento expreso a relaciones de poder concretas.

Un cambio en el equilibrio entre el Estado y la sociedad civil, donde hay una ciudada-nía activa que contribuye a desarrollar el capital social y asume responsabilidades que tradicionalmente fueron del gobierno, y la complejidad que introduce la pérdida de nitidez en materia de límites y res-ponsabilidades, suscita ambi-güedad e incertidumbre.

En el “buen gobierno” ningún agente, público o privado, tiene bastantes conocimientos ni capacidad para resolver unilateralmente los problemas, por lo que se busca una visión compartida y trabajo conjunto.

En él la máxima actividad de asociación es la formación de redes que se rigen a sí mis-mas, no limitándose a influir, sino a asumir el gobierno, con un déficit en materia de rendición de cuentas, que puede orientarse mediante un papel del gobierno, como orientador.

El “buen gobierno” consiste en lograr que las cosas se hagan, aunque no por el poder del gobierno de emplear autori-dad, sino por emplear la capacidad de coordinación entre los interesados, la orien-tación para conseguir los resultados, y la integración y regulación para evitar efectos secundarios no deseados, y alcanzar coordinación efectiva. La paradoja es que el buen gobierno, puede fracasar por las tensiones, capacidades diferentes, fallos de dirección, entre otros.

Para Graña (2005) la emergencia de la “gobernanza” sería el resultado de características decisivas del contexto histórico-social: la crisis del Estado tradicional, los reclamos sociales de partici-pación, la conformación de “redes” de decisores y el proceso de globalización. Lo que está cues-tionado no sería la autoridad estatal, sino más bien sus opciones políticas, en una época en que la necesidad del Estado se hace más evidente que nunca, y contribuye a desle-gitimar el Estado. Una lectura simplista de las transformaciones en curso, alienta a concebir y practicar una gobernanza “contra el Estado”. La gobernanza nace bajo el signo de la crítica al Estado proveedor, caro, ineficaz, vertical e intervencionista, y convoca, a los mil actores de la “sociedad civil”, a tomar en sus manos la gestión del poder, y a sentar las bases de un nuevo tipo de Estado racional, democrático y eficiente. (Graña, 2005:14-18). Para este autor, en los años noventas la “buena gobernanza” está asociada a la reforma del Estado y promoción de la economía de mercado, cuando al Estado se lo hacía responsable de los efectos perversos de políticas de seguridad social onerosas, inefica-ces y clientelísticas, y se propone subsanar el endeudamiento estatal aplicando métodos empresariales de gestión; entonces, con el objetivo de “hacer más con menos”, se pro-mueven programas liberales de ajuste estructural, e iniciativas ciuda-danas que aseguren la integración social con o sin Estado, predicando el crecimiento económico directa-mente funcional a un mercado libre de trabas. La falta de matices en estas ideas acarrearon efectos no deseados, y en América Latina en muchos casos, las reformas destru-yeron estructuras preexistentes, y no produjeron soluciones más demo-cráticas, eficaces y estables, debi-litando la capacidad de los poderes públicos para cumplir con sus fun-ciones y acrecentando el déficit de legitimidad (Graña: 32-34,53).

Conde Martínez (2004:4) observa que en los países en desarrollo existen elementos contra-rios a los valores generalmente aceptados como definitorios de la buena gobernanza: autoritarismo, carencia de servicios públicos elementales, baja calidad de los existentes, corrupción, discrimina-ción de minorías y géneros, captura del Estado por intereses privados, falta de capacidad y de seguridad de los ciudadanos en su relación con el Estado, violencia política, con-flictos internacionales y falta de integración económica como mues-tra de una gobernanza internacional inadecuada.

Estas últimas apreciaciones presentan fuertes restricciones a la viabilidad de la construcción de la gobernanza, pero no debe perderse de vista el recurso de la capacidad institucional que los Estados conser-van, como punto de partida para cimentar nuevas bases para el “buen gobierno”.

En este sentido, para matizar el análisis y no perder de vista el papel del Estado frente a algunos énfasis de la gobernanza que parecieran desdibujarlo, interesa traer a colación la observación de Mayntz, para quien no se trata tanto de una pérdida de control estatal, sino más bien de un cambio en su forma, porque la autorregulación social tiene lugar en un cuadro institucional reconocido por el Estado, que no solo ejerce una función de legitimación, sino que a menudo, apoya la emergencia de varias formas de autogobierno. El Estado mantiene el derecho de ratificación legal, de imponer deci-siones autoritarias allí donde los actores sociales no lleguen a alguna conclusión, y el derecho de intervenir con una acción legal o ejecutiva en el caso en que un sistema autónomo no satisfaga las expectativas de regulación. Para Mayntz, el control jerárquico y la autorregulación social no son mutuamente excluyentes, sino principios ordenadores dife-rentes que a menudo resultan amalgamados, y su combinación y autorregulación "a la sombra de la jerarquía", puede ser más prove-chosa que cualquier otra forma "pura" de governance (Mayntz, 2000).

En un sentido semejante se pronuncia Senarclens (1998), para quien si bien la autonomía política de los Estados puede verse restringida, recuerda que conservan en lo esencial el monopolio de la violencia legítima, ofrecen un marco insti-tucional a la cohesión política y social, al arbitraje de los conflictos, al reparto de los recursos, y a la facultad política de dar órdenes. Las disputas por el poder se siguen desarrollando esencialmente en su espacio político, de modo que la expansión de los mercados y las comunicaciones no impide que los Estados sigan siendo los polos principales del poder político, los proveedores de normas y regí-menes, y las fuentes primordiales de las subordinaciones políticas. Los Estados asumen una función esen-cial en estas esferas: instauración de un orden jurídico estable; manteni-miento de la seguridad interior; creación de condiciones propicias para la actividad económica y el empleo; lucha contra la pobreza; protección del medio ambiente; y educación, formación y salud. 6

Con estas últimas referencias, destaca para nuestro propósito la sugerencia realizada por Graña (op. cit.: 33-34) de una gobernanza que se oriente por los criterios de:

Abandonar el esquema único de gobernanza aplicable a cualquier caso, apelando a la creatividad de la pobla-ción en situaciones sociales concretas.

Sustituir una propuesta tecno-crática de reforma institu-cional, por el diálogo abierto sobre los cambios posibles y necesarios.

Evitar el trazado de una falsa frontera entre Estado y socie-dad civil, procurando fortalecer el ámbito público y recompen-sar a la vez, los aportes al bien común provenientes de instituciones no estatales.

Impedir el análisis por sepa-rado de la reforma institucional y la política macroeconómica reconociendo la relación nece-saria entre ambas.

Abandonar la distinción artifi-cial entre los niveles nacional e internacional de la gobernanza.8

Otra perspectiva: el Código

Iberoamericano del Buen

Gobierno, CIBG

La cuestión del buen gobierno también ha sido objeto de una iniciativa regional, recientemente adoptada por la VIII Conferencia Iberoamericana de Ministros de Administración Pública y Reforma del Estado, celebrada en Montevideo en junio del 2006, que elaboró el CIBG. El mismo se presenta como resultado de la permanente búsqueda de una ética universal, fruto de un consenso en los principios y valores básicos de la convivencia global, así como en las tendencias universales promotoras de códigos de conducta que guíen el ejercicio correcto de las prácticas profesionales.

Conviene aclarar que el escenario en el que el Código plantea la cuestión del buen gobierno, remite al concepto clásico de gobierno y a los principios a los que deben ajustar el desempeño sus más significativos exponentes, quedando implícito que el mismo redundará favorablemente para el interés público. El Código se establece para su observancia, por quienes ejercen los más elevados roles de poder en el ámbito del Poder Ejecutivo, así como por todos los “altos cargos” del gobierno.9 7 En este sentido, su aplicación no involucra a la función pública como la consideramos en este trabajo, sino que tendría como meta el “centro” del gobierno, aunque promoviendo valores y conductas cónsonas con las requeridas por la gobernanza. Es ilustrativo para nuestro propósito, trazar una vinculación entre el desempeño de los funcionarios y la gobernanza, por medio de la profesionalización de la función pública.

Los firmantes establecen como fundamento del Código el principio de la dignidad de la persona humana, y como valores esenciales de desarrollo los de la libertad y autonomía del ser humano, y su esencial igualdad intrínseca. De ahí que, para garantizar estas opciones esenciales, sea preciso que un buen gobierno reconozca, respete y promueva todos los derechos humanos, civiles, políticos, sociales, culturales y económicos, en su naturaleza interdependiente y universalidad, así como que procure la búsqueda permanente del interés general, la aceptación explícita del gobierno del pueblo y la igualdad política de todos los ciudadanos, y el respeto y promoción de las institu-ciones del Estado de Derecho y la justicia social. Y declara que los valores que guiarán la acción del buen gobierno son: objetividad, tolerancia, integridad, responsabili-dad, credibilidad, imparcialidad, dedicación al servicio, transparencia, ejemplaridad, austeridad, accesibili-dad, eficacia, igualdad de género y protección de la diversidad étnica y cultural, así como del medio ambiente.

En el CIBG se define como buen gobierno aquél que busca y promueve el interés general, la participación ciudadana, la equidad, la inclusión social y la lucha contra la pobreza, respetando todos los derechos humanos, los valores y procedimientos de la democracia y el Estado de Derecho.

Luego de estas definiciones generales, el Código se articula en reglas de conducta, las vinculadas a la naturaleza democrática del gobierno, a la ética gubernamental y a la gestión pública.

Las reglas vinculadas a la naturaleza democrática del gobierno indican la promoción, reconocimiento y protección de los derechos humanos y las libertades fundamen-tales, evitando toda discriminación, y persiguiendo la satisfacción de los intereses generales mediante la información y participación, el sometimiento a la ley, asegurando la imparcialidad y objetividad de las actuaciones públicas y la profesio-nalidad de los empleados públicos, combatiendo, entre otras, las prác-ticas clientelares, nepotistas y patri-monialistas.

En materia de ética guber-namental, los altos funcionarios evitarán el uso abusivo del poder, los privilegios informativos, reguladores y competenciales, el conflicto de intereses con su cargo público, sometiéndose a las condiciones y exigencias previstas para el resto de los ciudadanos, sin aceptar trato de favor o privilegio. Además, se responsabilizarán políticamente en todo momento por las decisiones y actuaciones propias y de los organismos que dirigen, y ejercerán sus competencias de acuerdo a los principios de buena fe y dedicación al servicio público.

En materia de gestión pública, el Código establece que los miem-bros del Poder Ejecutivo actuarán de acuerdo con los principios de legalidad, eficacia, celeridad, equi-dad y eficiencia, y vigilarán siempre la consecución del interés general y el cumplimiento de los objetivos del Estado. El CIBG postula que la gestión pública ha de tener un enfoque centrado en el ciudadano, mejorando continuamente la calidad de la información, la atención y los servicios prestados. Deberán ser accesibles a la ciudadanía, ejer-ciendo sus funciones de manera ejemplar, administrando los recursos materiales y financieros del Estado con austeridad, protegiendo el patrimonio cultural y el medio ambiente en el marco de sus competencias. Asimismo, fomenta-rán la participación de los ciudada-nos en la formulación, implantación y evaluación de las políticas públicas, en condiciones de igualdad y razonabilidad, y promoverán la evaluación permanente de políticas y programas para asegurar el rendimiento y la eficacia. También propiciarán una regulación que considere los impactos de las normas y la rendición de cuentas.

Según el Código, los altos funcionarios deberán promover y garantizar políticas y programas de carrera, capacitación y formación que contribuyan a la profesiona-lización de la administración pública y darán un trato adecuado, digno y respetuoso a los funcionarios y empleados públicos, involucrándoles en la definición y logro de los objetivos y resultados de la orga-nización. También promoverán una administración receptiva y accesible, y la utilización de un lenguaje administrativo claro y comprensible para todas las personas.

Como se aprecia el CIBG se propone, a partir de comprometer a los altos funcionarios del Poder Ejecutivo con sus principios, cons-truir la oportunidad de la gobernanza en los términos que antes hemos descrito, incluyendo la profesionali-zación de la función pública.

La percepción de los ciudadanos

A priori, se puede juzgar que “el buen gobierno es un bien público necesario”, y en ese sentido la valoración que el público tiene del gobierno no puede desestimarse, particularmente cuando el concepto de buen gobierno en una parte significativa de la literatura se elabora a partir de una apreciación sobre el pobre desempeño gubernamental, y la desconfianza de los ciudadanos en quienes ejercen el gobierno.

Según los estudios de la Corporación Latinobarómetro (2005:6) la “aprobación del gobierno” en los diecisiete países de la región que incluye la muestra, ha aumen-tado desde 36% en el 2002 a 49% en el 2005; en siete de ellos es superior al 60%, y en otros siete es inferior al 40%. En particular, los países del Istmo Centroamericano se ubican en un nivel de aprobación inferior al promedio latinoamericano, con la excepción de República Dominicana (62%) y El Salvador (58%); Costa Rica y Nicaragua muestran, con un 34%, los niveles más bajos de aprobación del grupo.

Para nuestro punto de vista es importante también conocer cómo es visualizado el Estado. Los encues-tados aprecian que el poder del Estado ha disminuido desde el 2003, donde un 57% de los habitantes de la región decían que era la institución que tenía más poder, a 49% en el 2005. Algo semejante sucede con los partidos políticos que disminuye la percepción de poder de 39% en el 2003 a 34% en el 2005 (v. p. 19-20).

En cuanto a cómo el Estado utiliza la capacidad que se le reco-noce en solucionar los problemas que le preocupan a la gente, la percepción de los ciudadanos de la región es muy limitada: solo un 9% dice que puede solucionar todos los problemas, y un 20% que logra la mayoría. Por el contrario un 47%, casi uno de cada dos encuestados, dice que soluciona solo algunos, mientras una pequeña minoría de 8% dice que no puede solucionar ninguno (p. 20).

En la consideración de los ciudadanos la corrupción está presente de manera importante en las instituciones públicas, porque en el promedio para América Latina, la apreciación es que 68% del total de los funcionarios públicos son corrup-tos; los valores para Centroamérica varían entre el 77% y el 63%, por lo que el tema ha de ser considerado relevante en términos de la con-fianza de los ciudadanos en el gobierno (p. 26).

Para la gobernabilidad tam-bién es importante la valoración de la democracia. Los estudios que se han citado indican que en 1995 el 40% decía que la democracia no podía solucionar los problemas, mientras el 50% decía que sí podía. La situación se ha mantenido en una década porque en el 2005 un 37% dice que la democracia no soluciona los problemas, mientras un 53% dice que si lo logra (v. p. 45).

Los autores aprecian que la instrumentalización de la democracia como sistema que soluciona los problemas le resta legitimidad, y la deja al vaivén de los resultados, del desempeño de los gobiernos, produ-ciendo inestabilidades de goberna-bilidad. La afirmación cobra sentido porque al preguntar sobre el significado de la democracia, el 20% de los consultados afirma que en ella lo más importante es “una economía que asegure un ingreso digno”. Cuatro de cada diez habitantes siguen esperando que la democracia le solucione los problemas, y ni la agenda política, ni el discurso de los líderes, ayuda a separar el desempeño de los gobiernos, de la legitimidad básica del régimen democrático (p. 41).

La insatisfacción con la demo-cracia ha mostrado en la última década un nivel elevado, cuyo promedio está alrededor del 60%. Aunque el apoyo que la misma suscita presenta proporciones simi-lares, se ve opacado por la indiferencia y/o aceptación del autoritarismo, que llegó al 40% en el 2000 (punto más bajo de la preferencia definida por la demo-cracia, con un 48%), para presentar un 34% en el 2005 (p. 53). De la Región Centroamericana, solo Repú-blica Dominicana, Costa Rica y El Salvador, superan el promedio de América Latina, en cuanto a la satisfacción con la democracia.

Los distintos temas expuestos permiten apreciar un desajuste entre las expectativas y el nivel de satisfacción de los ciudadanos con el Estado, el gobierno y la democracia. Quedan así confirmadas algunas debilidades de la gobernanza en la región, en cuanto a la obtención de resultados, pero debe apreciarse también el recurso que para su fortalecimiento significa, la positiva valoración de las instituciones.

La situación de la función

pública en la región

Así como se ha procurado establecer los alcances del concepto de buen gobierno, al pretender establecer una vinculación con la función pública, resultará también conveniente hacer algunas precisio-nes conceptuales, y también trazar una visión sobre sus características en la región.

Longo (2001:6) define al servicio civil como el “sistema de articulación del empleo público mediante el que determinados paí-ses garantizan, con enfoques, sis-temas e instrumentos diversos, ciertos elementos básicos para la existencia de administraciones públi-cas profesionales”. En alguna opor-tunidad hemos empleado el con-cepto “función pública” para designar al conjunto del personal que trabaja al servicio del Estado, en una relación de empleo regulada por un estatuto que, en general, estipula derechos y obligaciones, incluidas unas reglas para el acceso, perma-nencia y movilidad en los cargos (Bonifacio, 2001:3).

¿Cuál es la distancia entre estas precisiones conceptuales y la realidad de las administraciones públicas latinoamericanas? Resulta ilustrativo al respecto el capítulo dedicado a la burocracia en el Informe sobre el Progreso Eco-nómico y Social en América Latina, “La Política de las Políticas Públicas” del Banco Interamericano de Desa-rrollo, BID (2006).

El estudio considera relevante la dimensión cualitativa del empleo público para entender la capacidad institucional y la efectividad de la burocracia, y examina en qué medida las burocracias latinoameri-canas están dotadas de los atributos institucionales necesarios para el desempeño de los roles normativos, que se les ha asignado en una democracia representativa.10 8

La existencia de garantías efectivas de profesionalismo en el servicio civil, y el grado de protección efectiva de los funcionarios frente a la arbitrariedad, la politización y la búsqueda de beneficios privados da lugar a un “índice de mérito”, por medio del cual se mide el grado de autonomía de la burocracia. De allí resulta la distinción de tres grupos de países: Brasil, Chile y Costa Rica se ubican en primer lugar, con índices comprendidos entre 55 y 90 (sobre 100), lo que refleja una aceptación generalizada de los principios de mérito en las decisiones de selec-ción, ascenso y despido de servi-dores públicos. Les sigue un grupo de países con índices comprendidos entre 30 y 55, que incluye Argentina, Colombia, México, Uruguay y Venezuela, en los que coexisten las prácticas basadas en el mérito con tradiciones de clientelismo político. Un tercer grupo de países, integrado por Bolivia, Paraguay, República Dominicana, Perú, Ecuador y todos los países centroamericanos con excepción de Costa Rica, presenta índices por debajo de 30, lo que indica una fuerte politización de las decisiones de selección, ascenso y despido.

Un segundo análisis11 repara en que para desempeñar roles sustantivos en el diseño y la implantación de las políticas públi-cas, la burocracia también requiere incentivos y capacidades técnicas adecuadas para un desempeño eficiente. Así se construye el “índice de capacidad funcional”, que mide las características de los sistemas de remuneración salarial, y los de evaluación del desempeño de los funcionarios públicos. En este caso, Brasil y Chile se destacan con índices cercanos a 60 sobre 100, reflejando sistemas ordenados de gestión salarial, con relativa equidad interna y procesos para mejorar la competitividad salarial, así como procesos de evaluación que comien-zan a relacionar el desempeño individual con el grupal e institu-cional. Les sigue un grupo de países con índices comprendidos entre 35 y 50, formado por Costa Rica, Colombia, Argentina, Uruguay, México y Venezuela, que se carac-teriza por haber pasado por procesos de ordenamiento del sistema salarial, aunque persisten situaciones de inequidad interna y problemas de competitividad salarial en los niveles gerenciales. El grupo con peores resultados presenta índices comprendidos entre 10 y 25, y está formado por República Dominicana, Ecuador, Bolivia, El Salvador, Guatemala, Nicaragua, Perú, Panamá, Paraguay y Hon-duras. Estos países se caracterizan por la diversidad de criterios de pago, falta de información sobre las remuneraciones, altos niveles de desigualdad y ausencia de evalua-ción del desempeño.

Considerando conjuntamente ambos índices, los países analiza-dos pueden agruparse en tres niveles diferenciados de desarrollo burocrático: 12 9

Tiene burocracias con un desarrollo mínimo, por lo que el sistema de servicio civil no puede garantizar la atracción y retención de personal com-petente, ni dispone de meca-nismos de gestión que per-mitan influir en un compor-tamiento efectivo de los fun-cionarios. Este grupo incluye países con bajo puntaje en ambos índices: Panamá, El Salvador, Nicaragua, Hondu-ras, Perú, Guatemala, Ecua-dor, República Dominicana, Paraguay y Bolivia.

Presenta sistemas de servicio civil relativamente bien estruc-turados, pero que no llegan a consolidarse en términos de garantías de mérito y herra-mientas de gestión que per-mitan una efectiva utilización de capacidades. Este grupo está integrado por Venezuela, México, Colombia, Uruguay, Argentina y Costa Rica.

Brasil y Chile se destacan en términos de ambos índices, y están más institucionalizados en relación con los demás países, pese a tener perfiles diferenciados en sus sistemas de servicio civil.

Con base en los datos anteriores, el estudio realiza una categorización básica de los diferentes tipos de burocracias que se encuentran en los países de la región.12 La prevalencia de estos tipos de burocracia varía de un país a otro, y los distintos tipos también pueden coexistir en un mismo país.

Se identifica como burocracia administrativa a la que posee baja capacidad y un grado relativamente alto de autonomía. Existen normas formales de mérito que no se aplican en la práctica. Los funcionarios se nombran sobre la base de criterios más políticos que meritocráticos, pero pueden tener cierta estabilidad en sus cargos. Su grado de competencia técnica y la orientación hacia un buen desempeño son bajos. Esta categoría abarca las burocracias de Perú, Venezuela y Ecuador (en el nivel más bajo), y las de Argentina, Colombia, Costa Rica y Uruguay (en el nivel más alto).

Una baja autonomía y baja capacidad caracterizan la burocracia clientelar. Los funcionarios públicos ingresan temporalmente al gobierno bajo criterios de lealtad o afiliación partidaria, y también bajo el control de organizaciones sindicales. Se incluye a los países centroameri-canos con excepción de Costa Rica, y en República Dominicana, Paraguay y Bolivia (salvo en algunos enclaves meritocráticos). También México (hasta la Ley de Carrera) y en sectores de Argentina, Colombia, Perú y Uruguay, al amparo de regímenes transitorios o especiales de empleo que conceden al gobierno una mayor flexibilidad en nombra-mientos y despidos.

La burocracia paralela, que se caracteriza por la baja autonomía y la alta capacidad, está conformada por cuadros que se han incorporado bajo formas contractuales flexibles, aunque en varios países la renova-ción de contratos es rutinaria. Se han incorporado a efectos de cubrir determinadas necesidades técnicas. Pueden ser exitosas y también resistidas por actores burocráticos internos. La categoría incluye equipos que gestionan proyectos con financiación internacional. Las burocracias paralelas se caracterizan por diferentes grados de autonomía y capacidad, pero no contribuyen a reforzar las capacidades del sector público.

Finalmente, la burocracia meritocrática se caracteriza por dife-rentes combinaciones de alta auto-nomía y capacidad. Está integrada por funcionarios con estabilidad, reclutados por mérito e incor-porados a carreras profesionales, con diversos incentivos para el desempeño profesional de su trabajo. Se presenta en Chile o Brasil, así como en entidades singulares vinculadas a la burocracia fiscal o económica (como bancos centrales, entidades regulatorias o administraciones tributarias, la carrera diplomática en diversos países).

La extensa referencia que hemos realizado tiene, por una parte, el propósito de reconocer el valor de un estudio sin precedentes, por aplicar una metodología uniforme y estar basado en datos primarios, para conocer la función pública de la región. Pero también hemos de observar la dificultad para llegar a conclusiones categóricas desde el análisis de datos, atendiendo a la complejidad de las estructuras del servicio civil en cada país, y a la dificultad de situar los casos nacionales en una categoría analítica precisa. En todo caso, la referencia puede contribuir a ilustrar la reflexión, particularmente para los países convocados en esta confe-rencia, en la medida que en su mayoría resultan incluidos en un diagnóstico que presenta un desafío importante, para la mejora de la función pública.

El camino

de la profesionalización

de la función pública

en América Latina

La Carta Iberoamericana define a la función pública (2003) como un conjunto de arreglos institucionales, mediante los que se articulan y gestionan el empleo público y las personas que lo inte-gran, y comprende normas, estruc-turas, pautas culturales, políticas explícitas o implícitas, procesos, prácticas y actividades diversas, cuya finalidad es garantizar un manejo adecuado de los recursos humanos, en el marco de una administración pública profesional y eficaz, al servicio del interés general, dirigida y controlada por la política en aplicación del principio democrá-tico, pero no patrimonializada por ésta, lo que exige preservar una esfera de independencia e impar-cialidad en su funcionamiento, por razones de interés público (CIFP, 2003:5-6).

Los principios rectores del sistema de función pública promo-vido por la Carta postulan el mérito, el desempeño y la capacidad como criterios orientadores del acceso, la carrera y las restantes políticas de recursos humanos. Asimismo, al incluir entre los principios la eficacia, efectividad y eficiencia de la acción pública y de las políticas y procesos de gestión del empleo y las personas, se toma en cuenta la necesidad de superar el estado enunciativo en que muchas veces se entraban estas políticas. A su vez, la transparencia, objetividad e impar-cialidad, así como el pleno sometimiento a la ley y al derecho, agregan las condiciones bajo las cuales los principios anteriores tienen sentido.

Más allá de las orientaciones y principios, la CIFP expone operativa-mente ejes para el desarrollo de una función pública profesional. Entre ellos: la planificación para el estudio de las necesidades cuantitativas y cualitativas de recursos humanos en el tiempo; vinculación de la estrate-gia organizativa y las políticas con las prácticas de gestión del empleo y sistemas de información eficientes; reclama instrumentos de gestión de personal como la descripción de los puestos de trabajo y los requisitos de idoneidad, o perfiles de competen-cias correspondientes, equilibrando especialización con flexibilidad, y en los perfiles, además de conocimiento y experiencia, habilidades, actitudes, capacidades cognitivas y rasgos de personalidad considerados relevan-tes para el éxito en el trabajo.

En lo relativo a los procesos de acceso al empleo público requiere:

a) Publicidad de las convo-catorias.

b) Libre concurrencia de acuerdo con requisitos generales y perfil de competencias acor-des al puesto.

c) Transparencia en la gestión del proceso.

d) Especialización de los órganos técnicos y cualificación profe-sional de sus integrantes.

e) Garantía de imparcialidad.

f) Fiabilidad y validez probadas de los instrumentos utilizados para verificar las competen-cias de los aspirantes.

g) Elección del mejor candidato, de acuerdo con los principios de mérito y capacidad.

h) Eficacia, eficiencia y agilidad de los procesos de recluta-miento y selección.

La Carta recomienda la evaluación del rendimiento de las personas en el trabajo, como parte de las políticas de gestión de recursos humanos incorporadas por todo sistema de servicio civil. En materia de compensación deberá responder a prioridades y objetivos vinculados a la estrategia, y a la situación financiera y presupuestaria de las organizaciones, teniendo la equidad como principio rector del diseño de las estructuras retributivas, incidiendo en los incentivos de carrera y el estímulo al rendimiento.

La Carta sostiene que los sistemas de función pública deben incorporar mecanismos que favo-rezcan y estimulen el crecimiento de las competencias de los empleados públicos, mantengan alto su valor de contribución y satisfagan en lo posible sus expectativas de progreso profesional, armonizando éstas con las necesidades de la organización, fomentando la empleabilidad. La capacitación ha de complementar la formación inicial, para adaptarse a la evolución de las tareas, hacer frente a déficits de rendimiento, apoyar el crecimiento profesional para los cambios organizativos, y las prioridades claras de la organización.

Nuevamente el principio de mérito es incluido en la promoción a puestos de trabajo de nivel superior, por recomendarse el sustento en la valoración del rendimiento, potencial y desarrollo de competencias, con base a instrumentos que reduzcan los riesgos de arbitrariedad, nepo-tismo o clientelismo. En las rela-ciones laborales, sostiene el derecho de los empleados públicos a la defensa de sus intereses, nego-ciación de las condiciones de trabajo, facilitar la transacción y la concertación, garantizar derechos en materia de salud laboral y seguridad en el trabajo.

La CIFP destaca la necesaria existencia de núcleos especiali-zados, dotados de una consistente cualificación técnica, y ubicados en posiciones de autoridad formal coherentes con el alto valor estratégico de su función, con el cometido de elaborar directrices estratégicas de gestión del empleo y las personas coherentes con la estrategia organizativa, haciendo el seguimiento y control de su aplicación. Asimismo, que esas unidades deben desempeñar un papel en la planificación de personal de alcance global, en la gestión de operaciones y procesos que deban ser asumidas por una instancia central, en el estudio, diagnóstico, evaluación e innovación de las políticas y prácticas de gestión de los recursos humanos y el impulso de las reformas, en el apoyo a los directivos en el ejercicio de las funciones que les incumben como responsables de la gestión de las personas a su cargo.

La Carta reconoce a la franja directiva o gerencial como función diferenciada, tanto de la política como de las profesiones públicas que integran la función pública ordinaria, y reclama arreglos institucionales que hagan posible:

a) Una esfera de delegación.

b) Sistemas eficaces de control y rendición de cuentas.

c) Premios y sanciones vincula-dos a la responsabilidad y los resultados de la gestión.

d) Racionalidad y creación de valor público en el uso de los recursos.

También que, para la garantía de su profesionalidad, existan regulaciones específicas para definir el universo de cargos, delimitándolos de las funciones políticas y del servicio civil ordinario, exigencias de cualificación profesional, competen-cias, reglas de acceso con criterios de capacidad y mérito, normas de evaluación y rendición de cuentas que definan mecanismos de control por resultados, estatutos de permanencia que vinculen a los resultados de la gestión, e incentivos que estimulen la buena gestión, vinculando una parte de la compensación a los resultados.

Esta síntesis de los postulados de la Carta, que en la misma se presentan expresamente sin preten-sión de conformar una prescripción de reformas, se constituye como recurso de alto nivel para respaldar las iniciativas nacionales orientadas a profesionalizar la función pública. Y así como promueve principios y valores generales, también sugiere instrumentos eficaces para mejorar el desempeño de la función pública, dotar de recursos calificados a las instituciones del Estado en conso-nancia con la complejidad de los desafíos que afronta, asegurar la continuidad de la gestión pública sirviendo al principio democrático, y contribuir a la efectividad de las políticas públicas.

Oportunamente identificamos un número importante de reformas legislativas en los servicios civiles de los países de la región, posteriores a la adopción de la Carta Iberoa-mericana de la Función Pública (Bonifacio:2005,11):

Ley del Estatuto de la Función Pública de Venezuela (2002).

Ley N° 19.882 que Regula la Nueva Política de Personal a los Funcionarios Públicos de Chile (2003).

Ley del Servicio Profesional de Carrera de la Administración Pública Federal de México (2003) y su Reglamento (2004).

Ley Nº 476 del Servicio Civil y de la Carrera Administrativa de Nicaragua (2003).

Ley de Normas que Regulan el Empleo Público, la Carrera Administrativa, la Gerencia Pública de Colombia (2004). 10 14

Ley Marco de Empleo Público de Perú (2004), que entró en vigencia en enero del 2005, entre otras iniciativas.

La evaluación de los avances, obstáculos y estrategias en la implantación de la CIFP,13 consideró que entre los rasgos predominantes de la función pública en la región destacan la escasa observancia práctica de las reglas, discre-cionalidad y clientelismo en los sistemas de gestión del empleo, déficit de profesionalización, rigidez en los procedimientos, carencias en la gestión del recurso humano. Frente a esa situación, la implan-tación de la Carta se ve como “equivalente a la realización de reformas capaces de mejorar, de forma efectiva y sostenible en el tiempo, los sistemas de gestión del empleo y los recursos humanos en los países latinoamericanos.” (Longo 2005ª:8-9).14

Reflexiones sobre la contribución de la función

pública a la gobernanza

Atendiendo a la complejidad del gobierno y, en particular, de la gobernanza contemporánea, la mejora de ambos no puede sino encontrar en el desarrollo de una función pública profesional una condición necesaria para su mejora, pero la misma complejidad a la que aludimos no permite caer en la simplificación de considerar que esta es suficiente para el buen gobierno. Se ha sostenido antes que no puede pretenderse que la institucionalidad administrativa se constituya en el reaseguro frente a las crisis de gobernabilidad, sino que la misma es parte de un entramado institucional más amplio, que puede dotar a la democracia de recursos efectivos adicionales para responder a los desafíos de la gobernabilidad actual. En ese sentido, una función pública meritocrática constituye un activo institucional, un recurso disponible para la mejor gestión de los asuntos públicos, que conciernen al conjunto de la sociedad (Bonifacio:2003:10).

Aunque sea necesario realizar evaluaciones adicionales para cono-cer si las políticas que contienen las reformas legislativas están afian-zando resultados efectivos, debe reconocerse que son una parte relevante del proceso de cambio, y existe evidencia de su impacto en aspectos clave para la función pública profesional, como la incor-poración del mérito para el acceso y la promoción en empleo público y su aplicación a la cobertura de fun-ciones directivas, revelando que esta política está siendo considerada en las agendas de los gobiernos de la región. En coincidencia, Heredia (2002:21-22) afirma que el tránsito de burocracias discrecionales, frag-mentarias e irresponsables a buro-cracias eficientes, profesionales, honestas y transparente constituye un proceso largo, costoso y difícil, pero reconoce que también existen logros en la región en los últimos años, y las experiencias exitosas de cambio en otros países y períodos, indican que modernizar y profesio-nalizar los sistemas de personal gubernamental, aunque difícil, no es imposible.

A propósito de la contribución de la función pública a la gober-nanza, nos parece relevante pro-poner un análisis en el que la política para la función pública se conciba más allá del rol instrumental al que la recluyen algunas estrategias de reforma o modernización del Estado, para poner énfasis en la responsa-bilidad que le compete como agente responsable de asegurar bienes públicos y valores colectivos, en cooperación con los representantes políticos legitimados por los ciuda-danos en elecciones libres, para constituir gobiernos democráticos, y con las organizaciones de la sociedad civil. Para ello se requiere identificar factores que en el diseño institucional de la función pública, intervienen en el ejercicio demo-crático del poder del Estado, como garante del bien común.

Cabe destacar este particular énfasis, porque si el debate sobre la gestión pública se limita a la efi-ciencia, se confunden las priori-dades, y por la vía de las pérdidas en capacidad institucional, el interés público se ve perjudicado; y se desvirtúa el sentido del servicio público como actividad concurrente a la construcción de ciudadanía. El movimiento de la nueva gestión pública, que enfatiza el giro de la administración hacia el logro de mejores servicios a los clientes y a la gestión por resultados, no termina de resolver el problema de las rela-ciones del ciudadano con la admi-nistración, asegurando la apropiada identificación de ésta con el interés público, evitando su actuación a favor de intereses particulares (Peters, 1998).

Las reformas tecnocráticas han omitido que en la construcción de una función pública democrática y eficiente es imprescindible la parti-cipación de los representantes electos, porque la acción política es un insumo crítico para establecer una función pública responsable, en el acompañamiento de una gestión y políticas consensuadas democrática-mente como programa de gobierno, a partir de reconocer y promover la competencia profesional de la fun-ción pública. Con plena conciencia de esta necesidad, se ha destacado que las estrategias de reforma necesitan contar con un liderazgo político que traslade a los actores involucrados, una sensación de necesidad y urgencia por cambiar; que debe inspirar a una política de Estado clave para resolver los problemas importantes y sensibles de la ciudadanía; que se requiere construir alianzas en las que apoyar las iniciativas de cambio y opera-ciones de consenso nacional, inter-partidarias o intersectoriales, frente a la brevedad de los ciclos políticos. 11 15

En cuanto al papel del actor más complejo, menos estructurado, y parte esencial de la argamasa de la gobernanza, la sociedad civil, es clave considerar su intervención en este proceso, que por razones metodológicas y de posibilidad hemos centrado en la consolidación de una función pública profesional. Sería una grave simplificación considerar que la sociedad civil, que los ciudadanos, tienen una sola voz. Y reducir la ciudadanía a las cate-gorías de “administrados”, “clientes” o “usuarios”, un grave error de con-cepto, no porque estas últimas no expresen una parte de la realidad social y carezcan en tanto tales de entidad para la administración o el gobierno, sino porque en si mismos no abarcan a todos los sujetos comprendidos en la gobernanza.

La sociedad civil es diversa, compleja, y sus posiciones frente a diversas cuestiones es divergente en cualquier sociedad democrática. Como ha sugerido Cardoso, frente a la imagen idealizada que en muchos casos tiene de sí misma, la sociedad civil no es el reino de los "buenos valores e intenciones" en contraste con la lógica del poder y los inte-reses que se atribuyen a los Estados. Es posible también que los grupos civiles y comunitarios defien-dan causas que son sumamente polémicas, y en algunos casos incompatibles con las normas y principios aceptados universalmente. La cuestión de quién habla en nombre de la sociedad civil, no tiene respuesta sencilla. La legitimidad de las organizaciones de la sociedad civil emana de lo que hacen, y no de a quienes representan, ni de ningún tipo de mandato externo; su poder consiste en su capacidad de discutir, proponer, experimentar, denunciar y servir de ejemplo, no es un poder de decisión (Cardoso, 2004).

La sociedad civil tiene una capacidad para actuar por sí misma que no depende de ninguna autorización ni mandato, y sin embargo, en su relación con el Estado, pueden existir límites legítimos a su participación directa en el proceso gubernamental de toma de decisiones. Pero una sociedad civil activa, que se involucre en los asuntos públicos, no debilita la democracia y la gobernanza, sino que incrementa los recursos nacionales invertidos en el desarrollo social, y da mayor peso a la opinión del país en cuestiones globales (Cardoso, 2004).

Entre modalidades de relación alternativas, la colaboración en un esquema de mutuo respeto entre políticos y administradores, que implica reconocimiento de las legiti-midades en juego, constituye la forma indicada de un sistema de servicio civil orientado al interés público. Este reconocimiento de legitimidades, en lo que hace al funcionariado, interpela al principio del mérito, y también supone el reconocimiento de la autoridad polí-tica, en sus atributos de legitimidad del ejercicio responsable del gobierno. El gobierno político debiera conceder a la burocracia, la oportunidad de legitimarse de cara a la sociedad por la vía de institu-cionalizar el principio del mérito, beneficiando la función de la gobernación con el recurso de una administración más competente, lo que reforzaría su legitimidad en cuanto a los resultados de la gestión.

La gobernanza debiera consi-derar el impacto de los procesos de transición y los cambios de liderazgo en la gestión política de la admi-nistración, porque altas tasas de rotación de funcionarios en cargos políticos como en los niveles directivos, generan inercias adminis-trativas costosas, e impactan negati-vamente sobre los resultados de las políticas. El proceso se entraba y dificulta la elaboración de consensos indispensables para viabilizar polí-ticas de Estado, que son las que aseguran la continuidad institucional de cursos de acción concertados entre fuerzas políticas y sociales, con independencia de su cambio de posición en el ejercicio de los roles de poder. La incapacidad para profesionalizar la burocracia pública, puede ser un subproducto de este proceso, que junto con las políticas, se reemplazan a los actores que las protagonizaron, en un cambio continuo.

El cambio político de los ejecutivos en procesos electorales, expresa la voluntad de los ciuda-danos a favor de cambiar políticas y resultados de la acción guber-namental. Los cambios de gestión, que tienen costos inevitables y también deseables, con base en un sistema de función pública profe-sional y previsible, estarían en condiciones de reducir unos costos adicionales que tienen origen en los movimientos propios de la alter-nancia, a los que se suman a veces, la imprevisión, la falta de información y la inexperiencia.

Por otra parte, la consoli-dación de la democracia en nuestros países, puede encontrar en la democratización de la administración pública un aliciente importante. La administración burocrática, circuís-cripta a su estructura jerárquica de organización, amparada en normas y procedimientos formales, distante de las personas e ignorante de sus necesidades, expresa un patrón autoritario que los ciudadanos perciben como ajeno e inamistoso. La modernización de la administra-ción pública tiene un fuerte desafío en la demanda por su mayor democratización, que comprende brindar servicios apropiados a los ciudadanos, pero mucho más allá, supone modificar relaciones de poder en la sociedad. 12

La extensión de las reglas de juego democráticas al interior de la administración, en el sentido de una efectiva participación de distintas expresiones de la sociedad civil en el proceso de las decisiones públicas gubernamentales, puede plantearse en distintos niveles, e implica importantes cambios en la función pública como organización y como institución. Es posible desarrollar modalidades de estructuración y funcionamiento de las burocracias públicas que hagan posible un mayor contacto con los ciudadanos, mediante la autonomía de los administradores públicos profesio-nales en el ejercicio de su gestión, con mecanismos de control que aseguren su contribución al interés público, y no a intereses políticos particulares (Barth, 1996; King y Stivers, 1998).

La responsabilidad en el ejercicio de la función pública, entendida como adopción de un compromiso ético y una preocupa-ción por las consecuencias de la acción (Martin, 1997), es un con-cepto que aplica al diseño del régimen de funcionarios, y se corres-ponde con la orientación hacia el interés público.16 Así, la responsa-bilidad en el sistema de función pública demanda de los funcionarios, dar cuenta de sus acciones a un espectro de actores más amplio, incluyendo políticos, colegas, clien-tes, usuarios y ciudadanos, con directas consecuencias de democra-tización del ambiente de la gestión pública (Quirk, 1997).

El planteo de la democra-tización de la administración pública como vía para asegurar que el servicio civil oriente su desempeño de acuerdo al interés público, excede los alcances planteados por otros aspectos de las reformas gerenciales, por la revisión en profundidad de la propia identidad de la administración pública. Como se ha expuesto, la democratización de la administración pública reconoce la doble vía del control político y del control social sobre el servicio civil. La tradición de la dicotomía entre política y administración, al obviar la importancia de la influencia del servicio civil en el proceso decisorio, restaba espacio a la consideración de un control social separado del político, cuando en realidad los ciudadanos tienen múltiples oportu-nidades de participación en las decisiones, lo que supone, a su vez, que los servidores públicos deben asumir responsabilidades que van más allá de las que les imponen las instancias políticas. La combinación de las nociones de ética del servicio y de representatividad burocrática, puede ser una opción para el diseño de un sistema que permita superar las actuales dificultades. 13

Como se adelantó en el Foro de México,17 la implantación de las orientaciones de la Carta Iberoame-ricana de la Función Pública, requerirá de esfuerzos sostenidos que permitan la conformación de una voluntad política y de consensos político-sociales, así como de un cambio cultural propicio. Estas condiciones pueden dar significado a los aspectos más relevantes de la reforma para institucionalizar un sistema de función pública profesional, evitando naturalmente el riesgo de acomodar las políticas trascendentes a un mero recetario de soluciones, ignorante de los desafíos que enfrenta el Estado, y de la relevancia que para su desempeño de cara a la sociedad, tiene la calidad institucional del aparato gubernamental.

Existen argumentos que corro-boran la contribución de una función pública basada en el mérito a la seguridad jurídica, a la goberna-bilidad y a la continuidad institucional de políticas. Un sistema de carrera administrativa fundado en el mérito para el acceso y la promoción, y con los controles que eviten su apartamiento a favor de intereses privados o corporativos, proporciona los incentivos necesarios para que los funcionarios adopten compro-misos de desempeño, de lealtad con el sistema democrático y de respon-sabilidad frente al interés general,18 contribuyendo de manera decisiva a la gobernanza que haga posible el acceso de nuestros pueblos, a un desarrollo con justicia social y democracia plena.

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